El día que Mateo Morral intentó matar a Alfonso XIII
El trayecto que este jueves recorrerán los reyes Felipe VI y Letizia está milimétricamente planificado por Zarzuela y el Ministerio del Interior. La seguridad es una prioridad y, por eso, se evitará todo aquello que, de una forma u otra, pueda entrañar un riesgo.
Una de las premisas es evitar calles estrechas. El recorrido partirá del Congreso de los Diputados y culminará en el Palacio Real, yendo por el paseo del Prado, Cibeles, Gran Vía y Plaza de España.
La condición sine qua non de evitar vías estrechas —desde las que resulta mucho más sencillo arrojar, por ejemplo, artefactos explosivos— ha obligado a descartar caminos más directos. Por ejemplo, del Congreso a Palacio pasando por la calle Mayor.
Mayor es una vía que ni siquiera se ha tenido en cuenta no sólo por sus pequeñas dimensiones. También (o sobre todo) por el componente histórico que encierra. Más en concreto, por lo que sucedió hace 108 años.
MADRID ERA UNA FIESTA
La mañana del 31 de mayo de 1906 Mateo Morral Roca despertó con una idea martilleando su cabeza: había llegado el día.
Lucía “un sol espléndido” y las calles de Madrid estaban engalanadas de la forma reservada a los acontecimientos históricos: banderolas, cintas, guirnaldas, flores y gargantas afinadas para gritar el '¡Viva los reyes!' de rigor, según recogen los periódicos de la época. No era para menos: esa mañana, el rey Alfonso XIII y la británica Victoria Eugenia de Battenberg contraían matrimonio en la iglesia de los Jerónimos de Madrid.
En el instante en el que el rey dio el sí quiero, Mateo Morral terminaba de fabricar, en la habitación de una pensión ubicada en el número 88 de la calle Mayor (hoy número 84), la bomba con la que pretendía perpetrar el regicidio que le convirtiese en mártir del anarquismo.
El artefacto era de tipo Orsini, el mismo que se había utilizado en el atentado del Teatro Liceo de 1893, que mató a 22 personas e hirió a otras 35. De forma ovalada, de la bomba despuntan pequeños resaltes en forma de ‘chimenea’ que contienen fulminato de mercurio. El explosivo no necesita ser activado: el más mínimo contacto le hace estallar.
Por eso Mateo Morral cuida al milímetro cada uno de los movimientos. El instante en el que deposita la bomba dentro del ramo de flores que lanzará desde el balcón al paso de la carroza de Alfonso XIII y Victoria Eugenia exige temple y ninguna duda. Morral conoce al dedillo el trayecto que realizarán los monarcas: desde los Jerónimos a la Puerta del Sol vía calle Alfonso XII y Alcalá. Y de ahí al Palacio Real, pasando por la calle Mayor.
Conseguir esa habitación no ha resultado tarea sencilla. Al llegar a Madrid desde Barcelona Mateo Morral busca un establecimiento con vistas a la calle por la que pase la comitiva. En un primer momento se aloja en la Fonda Iberia, situada en la calle del Arenal. Céntrica pero lo suficientemente alejada del paso real como para ser útil. Gracias a un anuncio publicado en el diario El Imparcial encuentra el sitio perfecto: una casa de viajeros sita en el número 88 de la calle Mayor, 4º derecha. Morral abona las 25 pesetas diarias por adelantado durante 15 días. Entrega a la dueña, Ana Álvarez Bravander, un papel para consignar su identidad: “Mateo Morral, 26 años, soltero, de Barcelona y fabricante de profesión”.
TERNO DE COLOR CAFÉ
Era el 22 de mayo de 1906, pero hasta dos días después Morral no ocupó la habitación alquilada. A lo largo de esos días intenta pasar desapercibido. No dice una palabra más alta que otra. Se levantaba entre las diez y las once de la mañana y no llega al establecimiento antes de medianoche. No lee periódicos. Y apenas lleva dos libros en la maleta: la guía de viajes Baedeker y otra de de ferrocariles españoles. Era moderado y recurrente en el vestir: un terno de paño de color café y un sombrero hongo de color marrón.
El día anterior al intento de regicidio, Morral pregunta a la dueña del establecimiento si engalanará los balcones para la ocasión. Álvarez Bravander responde de forma afirmativa: colocará algunas colgaduras. Nada del otro mundo.
“Pongan además unas guirnaldas de flores y unas banderas españolas e inglesas. Los gastos corren de mi cuenta”, pide Morral. Y añade: “Pero adornen los dos balcones, no sólo el mío, de ese modo; porque si no resultará muy mal el conjunto”.
La dueña del establecimiento accede.
Hasta llegar al momento en el que Mateo Morral introduce la bomba en el interior de un ramo de flores ha tenido que mentir. Mucho. Según relató el diario El liberal, Morral se levantó el día del atentado “a eso de las diez” aduciendo que había pasado muy mala noche “a consecuencia de una enfermedad del estómago que padecía”, por lo que pidió que le llevaran bicarbonato.
"Lo tomó y rogó á la criada que entornase bien las persianas y que no le molestasen bajo ningún pretexto, porque quería descansar”. Esa soledad era la que necesitaba para fabricar la bomba.
A lo largo de la mañana, y según testigos de la casa de huéspedes, Morral “se asomó al balcón varias veces, coincidiendo esas apariciones con los toques de las cornetas y tambores”. El ruido del exterior contrastaba con el ensordecedor silencio del cuarto derecha número 88 de la calle Mayor. Ya no era el “ha llegado el día” con el que despertó. Era un “ha llegado la hora”. A las dos y diez de la tarde del 30 de junio de 1906 el final de la calle Mayor acoge a una “bullanguera multitud” que, al ver la llegada de los pomposos carruajes, exclama: “¡Los reyes, ahí están!”, recoge El Liberal de ese día. “Los tordos soberbios que arrastraban el coche de los reyes pasaron por el cruce de la calle San Nicolás, y al llegar el tiro delantero frente a la embajada de Italia, se vio caer un ramo de flores que había arrojado un individuo desde un balcón de la casa número 88 —la que hace esquina con la citada calle— y en seguida, al chocar el ramo en el pavimento, se oyó una tremenda detonación”.
CABEZAS DESHECHAS, SOLDADOS SIN PIES
El Imparcial no ahorra detalles en la crónica de los sucesos. “Hubo unos segundos de estupor. Aquella terrible máquina descendió rápidamente, rodeada por una especie de humareda que cegó a los curiosos y al estallar, esparciendo la muerte con bárbara violencia, el terror se apoderó de todos”. Cundió el pánico. “Los hombres, demudados, gritando roncos, se abrían paso a empujones”. Las señoras “dando agudos gritos, con sus hijos entre los brazos unas, otras cogidas a sus esposos, que procuraban ampararla”.
Entre el gentío se escuchó una voz llamando a la calma: “¡No correr!”. Esfuerzo vano, ya que las palabras “perdiéronse entre el confuso griterío”. “¡Una bomba!, ¡una bomba!”, gritaba el pueblo. La escena se tornó dantesca: “Un soldado, sin pies, con el pecho hendido, con las piernas maceradas”, una palafranero “convertido en un montón de carne sangrienta, chamuscado por el soplo terrible de la bomba”, un guardia “con la cabeza deshecha” y los adoquines de la calle por los que “corrían hilillos de sangre y su púrpura trágica manchaba el estribo de la carroza regia, los trajes, las paredes”.
Y el remate: “Los caballos de tiro, ametrallados en el vientre, cubiertos de heridas, con los ojos llenos de vértigo” se revuelven, mientras que uno “materialmente acribillado” muestra la piel “recorrida por nerviosos estremecimientos”.
¿Y los reyes? Ella se quedó “pálida como la cera” y “temblaba atribulada”, mientras Alfonso XIII trataba de imponer calma. En el momento del estallido, “abrazó a la reina, como para protegerla, muy emocionado” y se asomó para que la muchedumbre constatase que estaba ileso. “¡No es nada, no es nada, quietos!”, tranquilizó. Los reyes, objetivo de Morral, salieron ilesos del regicidio, que en cuestión de segundos se transformó en masacre: el saldo total arrojó 24 muertos y varias decenas de heridos.
Morral aprovecha el caos para huir. Llega el 2 de junio a la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz, donde a las seis de la tarde entra en una fonda pidiendo “una tortilla a la francesa”. Los datos que la policía ha publicado del presunto asesino han corrido como la pólvora. La ventera sospecha y le traslada su inquietud al marido, que da parte a la Guardia Civil.
El sumario de la muerte de Morral detalla todo lo que sucedió a continuación:
"El guarda era un hombre joven de 34 años, alto, de pelo y bigote rubios, ojos azules, vestido con traje de rayadillo, con una bandolera en cuya chapa había una inscripción: "Soto de Alborea".
"¿Tendrá usted inconveniente en venirse conmigo a Torrejón?"...
El desconocido contestó que sí iría y se puso de pie. Los demás no quisieron ir. Dijeron que luego les alcanzarían.
El guarda dijo: "Me basto sólo". Iba armado de una tercerola Remington. Morral iba delante.
"Apenas distanciados unos 50 metros del ventorro se volvió rápidamente e hizo con su Browning un disparo sobre el guarda. Cayó el guarda desplomado. El tiro le había entrado por la boca, fracturándole el maxilar inferior. Morral se distanció unos 20 metros y dirigiendo la pistola sobre sí, se disparó un tiro en el pecho".
"La pareja de la Guardia Civil que llegó al poco tiempo, seguida del ventero Jenaro, se encontró con dos cadáveres. Morral murió matando…”.
Matando, con el dudoso consuelo de convertirse en mártir del anarquismo y sin saber que durante la Guerra Civil la calle Mayor sería bautizada como... calle de Matero Morral.
FOTO: Cuerpo de Mateo Morral tras suicidarse.