Santos Juliá: "Fernando Savater y Almudena Grandes encarnan hoy la figura del intelectual"
Todo comienza con una carpeta. Más bien con una “carpetilla” en la que el historiador Santos Juliá (Ferrol, La Coruña, 1940) fue guardando poco a poco manifiestos publicados, fundamentalmente, en la prensa. Con el paso del tiempo esa carpetilla se convirtió en una caja que, poco después, culminó en libro.
Nosotros, los abajo firmantes es una gruesa historia de España —más de 800 páginas— contada a través de los manifiestos y protestas que marcaron, cuando no impulsaron, muchos de los acontecimientos más relevantes de la historia contemporánea española. Es un libro de consulta fundamental para entender los movimientos sociales, los impulsos que propiciaron las protestas, el debate.
Y de fondo, como una gran sombra alargada, la figura del intelectual, entendida como persona ilustrada cuya opinión es capaz de modificar ideas ya establecidas. José Ortega y Gasset, Rafael Alberti o —¿por qué no?— el propio Santos Juliá reunirían esas características. Preguntado si se siente parte de esa intelectualidad hispana, Juliá ríe con un punto de timidez y responde con un diplomático “bueno, bueno…”.
¿Quién encarnaría hoy la figura del intelectual?
Fernando Savater. Otra —aunque ella se reiría del adjetivo o del sustantivo—, porque actúa, tiene notoriedad pública, su voz es escuchada y lee manifiestos en público es Almudena Grandes. ¿Por qué se busca su firma en una manifiesto o ella los elabora? Porque ha adquirido una notoriedad pública como novelista y columnista de prensa.
Pese a que no ha cultivado el ensayo.
No, claro, es que desde el principio la figura del intelectual no está emparentada sólo con la del ensayista. En realidad el primer grupo de intelectuales conocido como tal surge del Affaire Dreyfus en Francia. La palabra se sustantiva a finales del siglo XIX en Francia. Y se hace generalmente en plural porque el poder simbólico de los intelectuales no radica en que una persona en concreto diga algo, sino que lo haga el colectivo. Los intelectuales se presentan en público y, al hacerlo, están rodeados de una autoridad que no es tanto por lo que dicen en el manifiesto como por su aura sagrada de grandes escritores. Voltaire, por ejemplo, es un gran intelectual que no lo sabe.
¿Es usted un intelectual?
[Ríe] Bueno, bueno…
¿Cuándo adquiere la figura del intelectual mayor relevancia en España?
En la crisis de 1930, cuando estalla la crisis del liberalismo y se produce el ascenso de los fascismos y los comunismos. Es entonces cuando los intelectuales toman partido: ya no es una voz que habla y todos escuchan a ver qué ha dicho. En el año 30 el grupo en torno a Alberti toma posición en el debate sobre Monarquía o República. Ortega también toma posición, aunque su caso es diferente porque todo el mundo está esperando a que se defina. Tarda en tomar una postura pese a que el grupo de jóvenes intelectuales le insta a que diga algo de una vez. Por ejemplo María Zambrano fue a tirarle de las solapas y le dijo que se estaba definiendo todo el mundo menos él, que debía reaccionar de una vez.
Sin embargo los intelectuales no reaccionan ante el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera. No se firma ningún manifiesto crítico contra la asonada.
Claro, porque todos venían de una larga desligitamación del sistema de la Restauranción. Simplemente por eso. La actitud de los intelectuales desde 1913 y 1914 es desligitimadora del Sistema. Pensaban que había que liquidar la vieja política.
¿A cualquier precio?
No, hay una evolución. De 1913 a 1919 son reformistas. Y presionan para que el rey, que tiene un poder ejecutivo y una intervención política decisiva, tome medidas democratizadoras del Estado, como el sufragio limpio. Entre 1917 y 1918, durante la Primera Guerra Mundial, los intelectuales libran una guerra civil de palabra al dividirse entre aliadófilos y germanófilos. Ambos toman la Gran Guerra como preludio no de que vaya a caer el trono, sino de que éste abra las vías de la democratización.
Y sucedió todo lo contrario...
Sí, porque se produce una involución en el rey, que teme por su trono y se refugia en el Ejército y en la Iglesia. Los intelectuales continúan con una oleada de críticas a la vieja política y toman el Golpe de Estado como algo positivo. Por ejemplo Ortega pensaba que la Dictadura de Primo de Rivera serviría para barrer a los viejos partidos políticos, fundamentalmente el liberal y el conservador. Primo es saludado como la persona que llega para acometer un trabajo de limpieza pendiente. El problema es que barrió, pero se quedó. A partir del 27 y del 28 se produce una movilización importante de la Universidad contra Primo. Y un poco a esa estela se suben los que habían recibido al dictador con los brazos abiertos. Entre ellos Ortega.
¿Esa fractura entre aliadófilos y germanófilos puede interpretarse como el origen de la brecha entre izquierda y derecha?
Sí, las disputas entre germanófilos y aliadófilos son el germen de la ruptura entre izquierda y derecha, que no puede decirse que existiera en el origen: no hay escisión izquierda-derecha ni en los pocos manifiestos de la Generación del 98, donde están Baroja y Azorín, ni en los de la del 14. Más bien son despectivos con esa división.
En el libro se percibe una evolución del intelectual, que comienza hablando al pueblo y termina siendo la voz del pueblo.
Los primeros conciben el intelectual como un guía y pedagogo, no asumen la voz del pueblo. Los manifiestos de intelectuales en torno a la figura Ortega, que no son muchos, son una llamada a la clase profesional para que asuma su tarea. Están dirigidos al mundo profesional —gente que estudia en universidades europeas y ha vuelto a España pero que no se ha implicado en la reforma del Estado— más que al pueblo. El texto que claramente define la idea que ellos tienen de su función es el de la llamada a la República del año 1930. La misión, en definitiva, era la de remover al pueblo.
Los que despiertan otro tipo de conciencia son los nacidos en torno a 1900, jóvenes que contemplan la crisis del liberalismo y el hundimiento de la monarquía por la dictadura. Son Alberti, Lorca, la Generación del 27. Esta gente, por cambios culturales, por concepción de la obra, definen al intelectual como persona que se compromete con una opción determinada, que pone la pluma al servicio de una idea. Intelectuales por la democracia son los menos. Ayala, con toda lucidez, sí. Hay un grupo que está en torno a la idea republicana no como camino al socialismo, sino hacia la democracia. Pero los que van a tener mayor presencia son los intelectuales católicos. Y lo harán en una doble dirección: por un lado, los de Acción Española y, por otro, los que militan en torno a la CEDA, aunque todos partiendo de esa sensación que les domina durante toda la República de que le han arrebatado algo que les pertenecía. Están en la tarea de una reconquista.
En el libro, Cataluña figura como un personaje que siempre está presente a lo largo de toda la historia contemporánea española, pero en la sombra
En la sombra no… ¡Está muy presente! Yo he cambiado mucho de percepción a lo largo de los años. Quizá alguien me lo ha criticado amablemente cuando ha dicho que mi visión era demasiado madrileña. Y puede tener razón. Barcelona es una capital autónoma de cultura propia, tiene sus raíces, tiene instituciones fuertes y bien atendidas con gente muy valiosa que marcan una clara diferencia con lo que sucede en Madrid como capital intelectual. En la Guerra Civil uno de los manifiestos de mayor calidad literaria es catalán. En el franquismo, durante la Transición y en el siglo XXI hay manifiestos catalanes…
¿En qué medida ha cambiado Internet las reglas básicas del manifiesto?
Internet acelera y multiplica cosas que ya estaban ahí, como la repercusión o el número de firmas… Ahora es muy sencillo crear un foro a través de contactos en la Red. Y ese foro lo primero que hace casi siempre es publicar una manifiesto. Es cierto que con plataformas como Change.org se pierde potencia por el ruido existente. Sin embargo, lo que se ha visto en la práctica es que manifiestos en la Red han servido para movilizar muchísimo más que los anteriores, no importa de qué. La red multiplica las adhesiones y da al manifiesto una prolongación en la calle o en locales. Ahora es muy habitual convocar reuniones en las que los promotores del manifiesto se presentan y, a veces, ese acto público deriva en una manifestación. Esa carga es muy superior a la que existía antes.
¿Realmente tienen tanto impacto los manifiestos actuales?
Lo que se puede esperar de ellos es que actúen de resistencia a alguna decisión que toma un Gobierno. Y en ese punto está cumpliendo su función. Es verdad que ahora no decimos 'esto lo ha firmado Vicente Aleixandre', un representante del intelectual puro, sino Willy Toledo [risas]. No concibo una sociedad democrática en la que el debate público esté restringido al Parlamento o a los politólogos. La gente se manifiesta en relación con los conflictos y lo hace colectivamente. Y eso, en definitiva, es la Democracia.