Gerard Mortier: polémica, renovación y ópera
La última vez que Gerard Mortier apareció en público en España fue en enero, para presentar la ópera Brokeback Mountain, una nueva producción que estrenaba música y libreto. Visiblemente desmejorado por el inmisericorde cáncer de páncreas y obligando al Teatro Real a cambiar fechas, el director de teatros se presentó ante la prensa con sus mejores armas: su sensibilidad artística, su acidez política y su pasión por ampliar los límites de la ópera. "Estoy contento de estar aquí con todos vosotros. Es una lucha, pero es así", dijo entonces. La lucha terminó este domingo en Bruselas, donde falleció rodeado de su familia y amigos.
La ópera, su último gran proyecto acabado, convirtió a Madrid en la capital del belcanto por un día y atrajo a críticos de todo el mundo. Mortier cumplía así la misión de poner en el mapa al Teatro Real con el que tuvo una relación de amor-odio.
Mortier (1943, Gante, Bélgica) siempre se rebeló contra la concepción de la ópera como un espectáculo para viejos acaudalados, como una experiencia arqueológica o convencional. Por eso, en el Teatro de la Monnaie, en Bruselas, su gestión combinó desde 1981 la creatividad y la puesta al día del género con la atracción de un público mucho más joven. En otras palabras: Mortier quería atraer a la ópera al público que deberá garantizar su porvenir en tan solo unas pocas décadas y que por ello deberá creer en su vigencia y actualidad. La ópera como un lugar al que se va a pensar, a veces a enfadarse, pero siempre a aprender. Eso se consigue con títulos nuevos, como Brokeback Mountain, o la actualización de otros, entre los que destaca The Indian Queen de Henry Purcell en su época del coliseo madrileño.
Al ponerse al frente del prestigioso Festival de Salzburgo (1992-2001), Mortier se enfrentó al lobby de las discográficas y a la alargada sombra de Herbert von Karajan, que había dirigido hasta entonces el festival. Después, levantó de cero el festival Trienal del Ruhr, en Alemania, se hizo cargo de la Ópera Nacional de París y, tras un intento fallido de dirigir la hoy difunta New York City Opera, recaló en el Teatro Real, donde intentaría hacer una síntesis de su carrera.
Así lo define Peter Sellars, uno de los directores de escena con los que más a gusto se sintió, especialmente en Madrid:
Como recuerda Sellars, a Mortier le gustaba el escándalo. "Gerard sabía que era bueno para el negocio" y además provocaba un sano debate del que sólo se podría salir sino más fuerte, más sabio.
SUS POLÉMICAS EN MADRID
Su estilo no caló en un Madrid que combatió, quizás con armas más toscas que otros teatros, la irreverencia y atrevimiento del director belga. Su elección para un teatro menor fue arriesgada, pero los progresos que ha dado en estos años no fueron exentos de dolorosas polémicas. Mortier decidió prescindir de un director musical permanente y dio a los músicos uno nuevo en cada ocasión, convencido de que haría crecer a la orquesta. Formó un coro nuevo, comenzó a traer a directores de escena y cantantes internacionales con los que él había trabajado.
Sin embargo, buena parte de los espectadores vieron en sus óperas un insulto a la tradición, un espectáculo quizás para otro público, que generalmente no era el que pagaba la entrada más cara. El final de la era Mortier llegó cuando intentó guiar el proceso que desembocaría en su sucesor y vio como el aparato institucional quería imponerle a un español, que finalmente resultó ser el español Joan Matabosch.
En otoño, dejó el timón del teatro y pasó a ser "consejero artístico", facilitando la tarea a Matabosch y huyendo de las polémicas que tanto lo habían caracterizado.