Candela Logrosán intercambia platos calientes por arreglos domésticos
"Ya lleváis muchas cervezas... ¿Qué tal un poco de arroz?". Son las cuatro de la tarde y bajo el balcón de Candela Logrosán, jubilada de 58 años, un grupo de senegaleses charla y empalma cigarrillos. La casa de Candela, junto a la plaza de los Cabestreros en el barrio madrileño de Lavapiés, es un primer piso y de la barandilla de uno de los balcones cuelga una cuerda con un cubo azul atado en uno de los extremos. En su interior, comida caliente. "Hay días que les pongo espaguetis, guisados, arroz... ayudo en lo que puedo mientras pueda", cuenta Candela mientras destapa la cacerola y huele el aroma de su guisado.
No todos los días hay comida para sus amigos de la plaza. "Sobre todo lo hago en verano que es cuando más me piden. Tengo abiertos los balcones del salón y me gritan: Candela, ¿Qué pasa con esa tortilla de patatas?". A cambio de las raciones, ella les pide arreglos domésticos.
Desde su ventana, les hace una llamada. "¿Quién sabe cambiar enchufes?" Y rápidamente salen voluntarios. Entre sus objetivos figuran pintar la casa y arreglar la cisterna. Sabe que no tendrá que avisar a un pintor, electricista o fontanero. De todas formas, no se lo podría permitir. Recibe una pensión de 384 euros mensuales.
Su idea de utilizar el cubo para bajar las raciones de comida no es por pereza. A Candela le duelen las articulaciones y un tribunal médico certificó un grado de invalidez que le impide trabajar. Hace unos años limpiaba las oficinas de una compañía telefónica. "Bajo a la calle lo justo; me encuentro muy cansada".
Su vivienda, levantada en los años 70, es de protección oficial y da cobijo a sus dos hijos y a algunos de sus nietos. El pasado septiembre Candela estuvo a punto de ser desahuciada, pero finalmente llegó a un acuerdo con los servicios sociales y pagará 70 euros al mes por vivir en su piso. Pese a su situación de pobreza, abre las puertas de su casa con una sonrisa. "Aquí hay sitio para todos", asegura.
Además de los senegaleses de la plaza, hay un grupo de vecinas del barrio que acuden con frecuencia en busca de su ayuda. "Es una cadena de favores. Ellas vienen y me piden comida o dinero cuando les falta y a cambio me echan una mano en lo que pueden". Para Candela, un café de sobremesa y una charla de varias horas es más que suficiente. No le gusta estar sola.