La tierra para quien la cuida
Estos días tuve ocasión de hablar con mujeres valientes, decididas, que tuvieron claro que querían estar en el medio rural, y que encontraron la ocupación profesional a raíz del entorno. Proyectos hermosos e inteligentes que funcionan tan bien que parece fácil. Y como la vida en el campo no es sencilla, ahí están las voces de las diputadas de Podemos para hablar de ellas. A veces el poema sucede sin necesidad de que nadie lo escriba. El cambio ya ocurre como un verso imparable.
Foto: EFE
Una vez escribí un poema sobre las manos de mi abuela. Se preguntará quien ahora lea esto qué relevancia tiene para que una lo cuente hoy aquí. Escribí un poema sobre las manos de mi güela. Omití los surcos y las marcas que va dejando el trabajo en la tierra. Sembrar patatas, recoger patatas. Alimentar pites, recoger huevos. Alimentar conejos, guisar conejos. Criar hijas, cuidar nietos en una tierra de montaña, casi vertical. Un terreno que para pisarlo tienes que saber qué hacer con los tobillos. Omití todo y me centré en cómo ella -mujer de campo, de pueblo en montaña, en la cuenca minera del Caudal, en Asturies- se veía sus manos. Viejas, feas, oscuras. Como si trabajar la tierra fuera algo que ocultar para ponerlas sobre un limpísimo teclado de ordenador.
Escribimos sobre aquello que queremos entender. Yo quería entender entonces esa vergüenza frente a algo que para mí sólo era clave hermosa, significado lógico de lo que es vivir un tiempo en un espacio. Mi güela, que trabajó la tierra y quiso que sus tres hijas estudiaran, que sus nietos estudiaran, que estudien... Los estudios como oposición a estar trabajando la tierra. Y al mismo tiempo, esa frase que desde la niñez me taladraba, porque hay resortes así: un día no querrás venir por aquí. Pero íbamos, todos los fines de semana.
Como asturiana recién entrada en la treintena, la mayor parte de mis compañeras, de mis amigos, están fuera de Asturies. Las leyendas urbanas, como acuñó siendo presidente del Gobierno del Principado Vicente Álvarez Areces, están muy vivas, y gracias a ellas tenemos alojamiento puntual en ciudades de España, de Europa, de cualquier parte. Así que, igual que vaticinó mi güela, un día dejé de ir tanto a la casa en la montaña.
Pero las cosas pintan terribles y el aire en las ciudades se convierte en una nube de polvo negro, así el cielo en Xixón. Y una huerta en el campo -antes de que el TTIP nos haga reclamar el derecho al alimento (igual que a la vivienda, la educación o la sanidad) por su ausencia- parece buena idea. Estos días tuve ocasión de hablar con mujeres valientes, decididas, que tuvieron claro que querían estar en el medio rural, y que encontraron la ocupación profesional a raíz del entorno. Proyectos hermosos e inteligentes que funcionan tan bien que parece fácil. No es mal plan esto de volver a donde una se crió y descubrió el sabor de la leche o l'aire les castañes.
Pero antes de que ésta parezca la versión rural y autocomplaciente de un anuncio de Ikea, diré que conocer a una mujer inteligente, trabajadora y sensata como Laura Ibarra, me recordó que si esta historia había sido dura para mi abuela, nada tenía por qué hacerla más sencilla para una mujer hoy. Más si pensamos que los pueblos se vacían, y que donde apenas quedan algunas personas mayores no hay intención de cuidar la red de servicios. Sin tejido social, sin relevo generacional, qué compañía con la que pelear cada día en una tierra que puede ser hermosa pero también dura. Como si ser autónoma en una ciudad fuera sencillo. Ahora añade que el colegio de tu hijo no está a tres manzanas andando, sino a varios kilómetros. Que el centro de salud no está en tu barrio sino a un par de pueblos de tu casa. Que la tribu que se necesita para un proyecto -ya sea sacar adelante un negocio o criar a una hija- es una tribu virtual: esto es, que no hay tribu.
Da igual que entendamos el tiempo que nos toca como una historia de batalla o de resistencia: sabemos que no se logrará nada en soledad. Aprendimos aquello de la tierra para quien la trabaja, pero por el camino se fue diluyendo, olvidando. Pienso en el poema que hoy querría escribirle a mi güela. Para seguir hablando de sus manos, hablaría de cómo el cuidado hace fértil esa tierra. Para seguir hablando de sus manos, hablaría de las de mi hijo, escogiendo patatas todavía húmedas porque están recién sacadas. Para describir sus manos, escribiría sobre las manos de Marta recolectando arándanos en San Xusto, o las de Ángela colocando tomates verdes en su puesto del mercado de Cabranes, o las de Laura recogiendo escanda. El poema que hoy querría escribirle a mi abuela le diría que ni invisible ni sola. Pero no hace falta un poema, porque hoy la diputada Paula Valero lee las palabras de Laura Ibarra en el Parlamento Asturiano. Porque hoy la eurodiputada Estefanía Torres habla ante la Cámara para decir que desde Bruselas se va a trabajar para evitar la despoblación de las zonas rurales. A veces el poema sucede sin necesidad de que nadie lo escriba. El cambio ya ocurre como un verso imparable.