Pobreza infantil: certezas y esperanzas
Durante los últimos días se ha hablado mucho de la pobreza infantil en España. Se trata de una buena noticia. No el hecho de que la pobreza exista, obviamente, pero sí que se hable de ella. No ha sido fácil. Las reacciones pasaron de la sorpresa a la desconfianza, incluyendo también el rechazo.
Durante los últimos días se ha hablado mucho de la pobreza infantil en España. En contra de lo que pueda parecer, se trata de una buena noticia. No el hecho de que la pobreza exista, obviamente, pero sí que se hable de ella. No ha sido fácil. Cuando publicamos el primer informe del Comité Español de UNICEF sobre la situación de la infancia en España, en el año 2010, ya alertábamos de que uno de cada cuatro niños vivía bajo el umbral de la pobreza -un 24% según el INE con datos de 2008-. Las reacciones pasaron de la sorpresa a la desconfianza, incluyendo también el rechazo. Sorpresa y desconfianza porque no nos creíamos que en una España en plena fase de bonanza económica hubiese una realidad tan chocante. Y rechazo por parte de algunos sectores que, todavía hoy, consideran un sinsentido hablar de la pobreza infantil como una realidad en sí misma. "No hay niños pobres sin familias pobres". Lo cual es verdad -al menos en términos puramente económicos-, pero no significa que debamos obviar una mirada específica a la situación de la infancia. ¿Por qué?
En primer lugar, porque la pobreza tiene en el caso de los niños algunas implicaciones muy especiales que no se dan en el caso de los adultos: los niños no tienen por sí mismos recursos con los que hacer frente a su situación; la pobreza puede tener en su caso implicaciones irreversibles de cara al futuro -en forma de mala alimentación, peor desarrollo educativo, problemas psico-afectivos, etc.-; y por último, porque esas mismas implicaciones se hacen extensibles a medio plazo al conjunto de la sociedad, afectando a las perspectivas económicas, productivas y sociales de todo el país.
Pero es que además, si queremos abordar la pobreza en general como un fenómeno persistente en España, se hace imprescindible identificar cuáles son los colectivos más afectados, y esa radiografía no deja lugar a dudas: por edades, los menores de 18 años tienen una tasa de riesgo de pobreza casi 10 puntos por encima de la que corresponde a los mayores de edad. Por hogares, la tasa asciende al 25,9% cuando hay niños, frente al 14,6% cuando no los hay. Dicho de otro modo: la infancia se ha convertido en un grupo de alto riesgo, precisamente cuando debería tratarse del colectivo más protegido ante cualquier dificultad.
En nuestro análisis, detectamos dos grandes factores detrás de esta situación:
El primero tiene que ver con las políticas públicas. Nuestro sistema de protección social tiene un déficit histórico de atención a la infancia que se manifiesta, entre otras cosas, en una inversión muy por debajo de la media europea. Puesto en cifras concretas: en España nos gastamos en protección social de infancia y familia 270 euros per cápita, frente a 613 en la UE-17. Y somos uno de los 6 países de la UE a 27 en los que no existe un sistema universal de prestaciones por hijo a cargo, realidad que, combinada con otros aspectos como las todavía incipientes políticas de conciliación o el poco y costoso acceso a la educación de 0 a 3 años, tiene bastante que ver con el hecho de que cada vez nazcan menos niños en nuestro país.
Además, esa inversión que realizamos es mucho menos eficaz de lo que debería: es decir, no reduce la pobreza suficientemente. Si comparamos el nivel de pobreza de un país antes y después de la intervención del Estado, nos encontramos con que sólo Grecia logra reducir la pobreza infantil en menor medida que nosotros. Y lo más preocupante es que esto ocurre sólo en el caso de los niños, porque en la reducción de la pobreza adulta estamos en unos niveles bastante equiparables a la media europea.
Así las cosas, ¿cómo podemos hablar de esperanza? Pues, entre otras cosas, porque la reacción de estos días nos hace pensar que estamos cada vez más preparados para asumir el reto. El hecho de que más de 30.000 personas en apenas 48 horas hayan respaldado nuestra petición a favor de un Pacto de Estado por la Infancia; la cantidad de llamadas recibidas de personas y entidades mostrando su respaldo a nuestra propuesta; y también el hecho de que, mucho antes de presentar nuestro informe, ya se estuviesen produciendo algunos signos esperanzadores, como los nueve Pactos Autonómicos por la Infancia firmados desde el año 2010 en otras tantas comunidades autónomas, o el constructivo proceso de diálogo -no sólo entre partidos políticos, sino también entre administraciones y organizaciones sociales- que está teniendo lugar en torno a la reforma de la legislación de protección del menor.
Pero no es suficiente con esto. La sorpresa ante los datos tiene que dar lugar a la acción concreta. Y no estamos planteando actuaciones individuales de una u otra administración. Se trata de un cambio mucho más profundo para el que hace falta un gran pacto en el que fuerzas sociales y políticas se comprometan, con medidas y recursos en firme, a poner fin de una vez por todas a la pobreza y la desigualdad que afectan a nuestra infancia. Que dejen de lado sus diferencias ideológicas y apuesten por un barco, el de la infancia, en el que nos la jugamos todos. Fuimos capaces de hacerlo una vez con nuestros mayores, y los resultados hoy son tangibles. Completemos ahora el trabajo con los más jóvenes.