De Antonio Banderas y nuestra cartografía cinematográfica
No sé si les pasa a ustedes, seguramente sí, pero hay personas a las que quiero sin conocerlas. Personas de carne y hueso de las que sé únicamente mediante libros, pantallas o escenarios. Grandes o pequeños, lo mismo da.
Este fenómeno curioso, de simpatía o empatía súbitas, me sobreviene con muchos autores literarios, a los que siento conocidos cuando en absoluto los conozco; escritores afines, articulistas a los que asumo como parte de la familia. También me sucede con directores, compositores o poetas, cuyas obras encuentro tan cercanas, que presiento que nadie, salvo mis allegados, consigue igualar ese grado de conocimiento y descodificación íntimos.
Esto mismo, cómo no, me ocurre con algunos actores, personas cuya bidimensionalidad mediática no les resta un ápice de humanidad, todo lo contrario, la acrecienta. Y me sucede con intérpretes de toda índole y edad, no únicamente contemporáneos. Valga como ejemplo Toshirō Mifune; me es indiferente en qué película vea al actor japonés; de villano o víctima Mifune consigue llegarme al alma. También lo hace Peter Mullan, con su tosquedad, su llaneza escocesa, su sonrisa a medias. Y por supuesto, lo consiguen Julie Walters y Emma Thompson, en todo lo que hacen, dicen o muestran; en sus innumerables papeles y tesituras. No importa que protagonicen un film caníbal o realicen una performance minimalista, ambas aportarían matices al papel más raso e insubstancial.
Esto mismo experimento con un gran intérprete español, una figura clave para el arte patrio que esta semana ha sido noticia por un acto de justicia. Me refiero a Antonio Banderas, a quien le ha sido otorgado el Premio Nacional de Cinematografía. Bien otorgado, añadiría yo; muy merecido, apostillaría.
El malagueño no solo ha sido embajador de nuestro país, gracias a su voluntad por abrirse al exterior, sino que, rompiendo todos los moldes, ha conseguido que Estados Unidos primero y el mundo después, se rindan ante sus dotes interpretativas y sus encantos. "Hay que amar lo que se ama", llegó a decir respecto a España "no sentir vergüenza por sentir lo que se siente y perseverar en el difícil trance de sacudir los complejos". Ser pionero no es fácil, hacer que se respete un idioma, una cultura y un país que hasta hace décadas pocos sabían situar en el mapa, es algo complejo hasta el hartazgo. Tímidamente primero, arrolladoramente después, Banderas ha entregado dignidad a una cinematografía plagada de retraímientos y menosprecios, y tanto delante como detrás de la cámara ha demostrado qué significa ser profesional y en qué consiste eso de saber hacer cine.
Recuerdo que, en cierta ocasión, la cineasta venezolana Betty Kaplan me confesó durante una entrevista que trabajar con Banderas había sido todo un privilegio, llegando a señalar que por él habría esperado años para completar el reparto de De amor y de sombra (1994). Si han visto la película, protagonizada por Jennifer Connelly y el propio Banderas, habrán descubierto la grandeza de nuestro intérprete, capaz de dar vida a un complejo personaje de Isabel Allende con toda la hondura que requería el papel.
Revisando la cinta ahora, como el resto de su filmografía, se entiende por qué tantos directores sienten por Banderas la misma pasión. Y hablamos de directores de primera magnitud, de esos cuya intuición nunca se equivoca; no debemos olvidar que ha trabajado bajo las órdenes de Pedro Almodóvar, Carlos Saura, Woody Allen, Jonathan Demme, Alan Parker o Brian de Palma, entre otros muchos, quienes ya habían descubierto, mucho antes de que se le otorgara el Premio Nacional de Cinematografía, que era merecedor de él.
Nada habla mejor del talento de una persona que su trabajo, y en el caso de Antonio Banderas su trayectoria indica que es de una capacidad artística desmesurada e intachable. A él debemos estar agradecidos por abrir camino a nuestros artistas, por situar en la cartografía cinematográfica a nuestro país, y por no perder las raíces por muy amplias que sean sus alas.