Alfredo Landa, el Jack Lemmon español
Hablar de Alfredo Landa, que acaba de cumplir 80, es hablar de un gigante de la interpretación. Nadie se atrevería a negar que es un actor prodigioso.
Hablar de Alfredo Landa, que acaba de cumplir ochenta años, es hablar de un gigante de la interpretación. Ni más, ni menos. Porque nadie en su sano juicio se atrevería a negar que Landa es un actor prodigioso; en realidad, su carrera es un almanaque de papeles inmensos, que sólo un genio puede llevar a buen puerto. Fuera de la pantalla, don Alfredo es un maestro del anonimato, un hombre con una gran habilidad para pasar desapercibido. Su rostro es dócil y maleable, perfectamente olvidable, y su apariencia física tan poco sensacional como los tipos a los que prestó vida al iniciar su carrera. Es la clase de intérprete que desaparece detrás de su personaje para convertirlo en una gran creación. A pesar de eso, o tal vez por eso, hizo el actor gala de una versatilidad asombrosa en sus composiciones, de una riqueza de observación de la que podrían alardear muy pocos compañeros de profesión.
Especializado durante una época en personajes típicos y tópicos, enmarcados en un cine falsamente costumbrista, Landa tuvo que esperar un par de décadas para demostrar la versatilidad de su talento. Nadie le podía negar que hacía muy bien lo que tenía que hacer, pero en una obra maestra titulada Los santos inocentes un director llamado Mario Camus extrajo lo mejor de este actor superdotado, le contuvo y sacó de él una interpretación memorable. Desde entonces no dejó de deslumbrarnos con su infinito talento histriónico y de sorprendernos con su camaleonismo sin límites, porque cuando el personaje que interpretaba tenía interés, complejidad, vida, el arte de este actor entraba en el terreno de lo sublime. Alfredo Landa es como el Jack Lemmon español, o si se prefiere, Lemmon es como el Landa estadounidense.
La normalidad de su físico -estatura media, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco- le valió para convertirse en el prototipo del español medio en más de un centenar de películas. Cálido, enérgico, temperamental y extrovertido, el talento de Landa nunca pareció tener límites, incluso a veces era necesario contenerle un poco, ya que la tendencia natural de este actor era el histrionismo. Pero su presencia en la pantalla siempre es poderosa, electrizante, intensa. Es de los pocos actores que han dado nombre a un género: el "landismo". Y a él se recurre cuando quiere definirse el secreto de su éxito en los años sesenta y principios de los setenta: carisma, personalidad, técnica y genio interpretativo.
Su evolución de actor eminentemente cómico a solidísimo intérprete dramático se desarrolló, a principios de los setenta, sin traumas, con esa aparente naturalidad y sinceridad que esconde el esfuerzo de un actor intuitivo por encima de todo.
Hijo de un militar y de una ama de casa, Alfredo comenzó los estudios de Derecho en San Sebastián, al tiempo que fue uno de los miembros fundadores del TEU, donde interpretó obras de Jardiel Poncela y Alejandro Casona. En 1958 se trasladó a Madrid y empezó a trabajar como actor de doblaje, pero al poco tiempo se decantó por el teatro. Debutó en el cine en 1962, con Atraco a las tres, de José María Forqué. Manuel Summers le dio su primer papel importante en La niña de luto (1964) y, a partir de ese momento se convirtió en un actor muy popular gracias a títulos como No somos de piedra (M. Summers, 1967), Los que tocan el piano (J. Aguirre, 1967) o La dinamita está servida (F. Merino, 1969). En 1970 protagonizó uno de los mayores éxitos del cine español, No desearás al vecino del quinto (R. Fernández), en la piel de un hombre que se hace pasar por homosexual en una ciudad de provincias. Fue en esa época cuando se manifestó en todo su esplendor el "landismo", subgénero cinematográfico en el que él encarnaba al españolito medio: noblote, ingenuo y reprimido, capaz de ligarse a las mujeres más estupendas. Protagonista de comedias costumbristas, le hemos visto como emigrante en Alemania o Francia, pueblerino que lee la cartilla a los "listos" de la capital, obseso sexual..., reflejo de las inquietudes, sueños y frustraciones de sus compatriotas.
De perseguir suecas en bikini y a lo loco, imitándose constantemente a sí mismo, dio un salto al futuro en 1976 con su participación en El puente, de Juan Antonio Bardem, filme que se aprovechaba de su imagen para mostrar la toma de conciencia social de un trabajador y que le valió el premio de interpretación del Festival de Moscú. Tres años más tarde, inició su colaboración con un director fundamental en su carrera, José Luis Garci. En su primer trabajo en común, Las verdes praderas (1978), Landa bordó el retrato irónico de un hombre servil con sus superiores, que vive y trabaja para pagar las facturas y mantener la ilusión de ser propietario de un chalet, símbolo de su status social. Y en el segundo hizo lo propio con un papel que marcaría un antes y un después en su trayectoria cinematográfica, el detective Areta de El crack (1981), un personaje desencantado que dio paso a un intérprete austero y subterráneo que sugiere más que muestra. Sorprendiendo a todos, con un bigote que otorga una frialdad inesperada a su rostro, Landa apareció ante nuestros ojos como una especie de negativo de los mejores intérpretes del mítico cine negro norteamericano, abriendo con esa actuación la puerta a una prodigiosa galería de papeles insólitos e insospechados. El propio actor aseguró que encarnar a ese detective significó "darle la vuelta al calcetín" de su carrera. Pero su gran creación es la de Paco, el apocado y resignado personaje de Los santos inocentes, por la que recibió el Premio de interpretación del Festival de Cannes. Su eminente composición posee capacidad para colocarnos un nudo en la garganta, hacernos sentir piedad y admiración hacia el coraje de vivir de los que habitan en el infierno. Ese mismo año, 1984, rodó La vaquilla a las órdenes de Luis García Berlanga, uno de los grandes éxitos del cine español. Y tres años después recibió al Goya al Mejor Actor por el bandido Fendetestas de El bosque animado, de José Luis Cuerda.
En la década de los noventa, y hasta su retirada, Landa se decantó por el medio televisivo (es imprescindible destacar la recreación que hace de un personaje hecho a su medida, el Sancho Panza de la serie Don Quijote) y por un tipo de cine más populista, aunque también rodó producciones con más ambiciones artísticas como El rey del río (M. Gutiérrez Aragón, 1994) o Canción de cuna (J. L. Garci, 1994), donde aguantó con audacia y talento la tarea nada fácil de sostener un melodrama legendario de nuestra escena de comienzos del siglo XX. Landa, un gran actor, pero sobre todo un hombre, un hombre de verdad. Y por eso le quisieron todos los que le conocieron. También los espectadores.