Micropolítica gestual: ¿qué fondo detrás de las formas?
Nada que objetar de las opciones meramente escénicas de cada cual en la representación con la que legítimamente les han investido los ciudadanos. Pero sí de quienes, desde el puente de mando, el cuaderno de bitácora o la sala de máquinas de los medios de comunicación, piensen que procede ignorar o descatalogar a quienes no hacemos campo de batalla de la impugnación de las formas.
La cascada de opiniones, comentarios y editoriales destacada por la escenificación de la nueva radiografía del Congreso de los Diputados nacido de las elecciones del pasado 20-D, ha dejado tras de sí una estela de controversia. Desde la presencia en la sesión constitutiva del hijo menor de Carolina Bescansa, hasta la teatralización del racimo de declamaciones al que deliberadamente se acogieron uno/a a uno/a los/as diputados/as de Podemos, no ha dejado de escribirse acerca del contraste de formas y su impacto sobre el fondo de la era que ahora arranca.
Vaya por delante que ninguna de las opciones libremente elegidas por los/as parlamentarios/as de Podemos era inocua desde el punto de vista de la regularidad de los usos y convenciones del parlamentarismo que se han practicado en España: se discute por lo tanto sobre su adecuación al Derecho parlamentario y a sus convenciones tal y como hasta ahora venían siendo asumidas.
Baste como ejemplo señalar que el artículo 55.2 del actual Reglamento del Congreso de los Diputados establece con claridad -hasta nueva orden, por vía de su modificación- que en el salón de Sesiones del Pleno solo pueden tener acceso los propios miembros de las Cortes y los funcionarios autorizados para ello en función de su cargo (letrados del Pleno, estenógrafos y ujieres), salvo excepción expresamente autorizada por el presidente: es obvio que el hijo de Bescansa -que es una persona física- no se acoge a ninguna de estas categorías y, sin embargo, allí estaba.
No pretendo con esta introducción cuestionar aquí esta incidencia de la sesión constitutiva. Pero sí poner el foco en la interacción que hace tiempo viene retroalimentando la política mediática practicada por Podemos y la atención que los medios prestan a esa forma de hacerla.
Ello redunda hace mucho en detrimento objetivo de quienes hacen (o hacemos) política sin calcular ni diseñar acto de presencia en un recinto parlamentario, solo y exclusivamente para llamar la atención de los medios, cualquiera que sea el coste que pagar. Y repercute, por lo mismo, en beneficio objetivo de quienes así la practican, toda vez que calculan y ejecutan sus gestos exhibitorios porque los medios de comunicación los recompensan y priman: una profusión de portadas, comentarios, críticas trufadas de elogios. Agitación y propaganda que no sólo demuestra que quienes han apostado por esa versión de lo que llaman Política 2.0, como sucesión de gestos y espectáculo, van por el buen camino dentro de los parámetros en los que se han situado, sino que de inmediato les sirven para utilizar ese mismo impacto mediático que perseguían con avaricia para revertir a su favor los argumentos críticos: toda esa "agitación demuestra que molestamos al establishment, les incomodamos donde les duele"; "ladran, ergo cabalgamos"; "vamos por la vía correcta"... "¡Y lo que quiera que sea esta batalla, consistente en una micropolítica de twitter, facebook, portadas, fotos y gestos de galería, por ahora la vamos ganando!".
Merece mayor reflexión la cuestión ahí subyacente: la transformación operada por esa gestualidad, no solo en el parlamentarismo sino en la democracia y en la política misma. Se trata de una interacción cada vez más sólida y difícil de revertir entre política de gestos de resonancia mediática -independientemente de la calidad de su fondo o de sus contenidos- y lo que los mismos medios de comunicación se muestran dispuestos a premiar. Y los recompensan primándolos como objetos noticiables y como sujetos políticos. Tendiendo, por lo tanto, a ignorar todo lo que -por todavía "viejo" o "tradicional"- se ajuste a cánones políticos que persistan en creer que aún hoy puede ser más importante hablar más del qué y del porqué de cada acuerdo y de cada discrepancia que del cómo lo expresamos. Y, aún peor, con qué atuendo o con qué atrezzo lo expresamos.
Somos muchos, muchísimos, quienes en el PSOE -como sin duda desde otro/s partido/s con larga hoja de servicios democráticos- refutamos toda identificación maniquea o brocha gorda entre la política vieja y la resistencia a hacer del gesto o su teatralización el quid de la identidad en la competición o en la confrontación.
Nada que objetar, por tanto, ni que decir siquiera, de las opciones meramente escénicas de cada cual en la representación con la que legítimamente les han investido los ciudadanos.
Pero sí de quienes, desde el puente de mando, el cuaderno de bitácora o la sala de máquinas de los medios de comunicación, piensen que procede ignorar o descatalogar a quienes no hacemos campo de batalla de la impugnación de las formas: sea porque tendemos puentes, sea porque reservamos nuestra identidad y nuestra diferencia al fondo. No porque carezcamos de imaginación suficiente para llamar la atención. Ni porque alberguemos "temor", ni menos aún ningún "desprecio" a quienes decidan conducirla de otro modo.