El Libro Blanco de Juncker: los europeos hacemos falta
Esta semana se reúne el Parlamento Europeo (PE) en Estrasburgo. Recordemos que en el anterior Pleno, el presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, sometió al debate de los presidentes de los Grupos Parlamentarios su Libro Blanco sobre el futuro de la UE. Se trata de un documento en el que se asume la envergadura y profundidad de la crisis desatada en 2008, se actualiza la radiografía de la policrisis de Europa y se delinean escenarios para su desenvolvimiento y eventual superación.
En muchos de los escaños de quienes nos consideramos europeístas combatientes contra el desaliento y contra la pérdida de fuelle e impulso europeo que manifiestan los sucesivos procesos electorales en los EE.MM de la UE -con el crecimiento invariable de las candidaturas nacionalistas, y eurófobas o populistas-, cundió una sensación de perplejidad y disputa al conocer el Paper de la Comisión Juncker. No en vano, la Comisión, de acuerdo con el Derecho europeo, es la "Guardiana de los Tratados", ejecutivo permanente y cabeza de la Administración de la UE. Su misión es promover el interés europeo, pensar europeo: diseñar y definir una política europea y una respuesta ante cada desafío.
No es propio de la Comisión ofertar al debate una panoplia gradiente de opciones alternativas, abiertas o indeterminadas, sino definir ella misma la mejor opción de entre todas las posibles. Y no es comprensible ni aceptable que esa misma Comisión a la que el Derecho europeo confía la misión de velar por la vinculatoriedad y observancia de los Tratados (sin perjuicio de la reserva de jurisdicción que se encomienda al TJUE, garante de su primacía sobre el Derecho nacional de los EEMM) contemple, entre otras opciones, la implosión misma de la UE: continuar, como hasta ahora, rumbo al declive europeo, o reducirla a un mero mercado interior desprovisto de toda ambición política.
La pérdida de espíritu europeo y de voluntad política de integración en un proyecto de orden internacional es, desde hace ya tiempo, -y lo es por primera vez en una historia de éxito jalonada por la voluntad de poner en común "competencias soberanas" de los EEMM- una hipótesis verosímil. La magnitud de la crisis de proyecto y de liderazgo que se encadenó a la recesión económica y a la desigualdad social a partir de 2008, han desembocado en una seria pérdida de identidad europea, y en una contradicción cada vez más insoportable entre lo que la UE dice ser -léanse los Tratados- y lo que realmente hace.
La Comisón Juncker tiene sin duda una cuota de responsabilidad. Todos la tenemos. La tenemos los representantes electos con dificultades para conectar con nuestros electores, y con la ciudadanía en general; la tienen los poderes no sujetos a ningún control electoral (financieros, económicos, mediáticos...) que redefinen el temario y tono de la conversación en los EEMM en un sentido cada vez más contrario e incompatible con la integración europea; y, por supuesto, la tienen los propios EEMM (de cuyo comportamiento e incumplimientos de sus Gobiernos nacionales se queja agriamente, y con razón, la Comisión).
Sostengo desde hace tiempo que el Consejo -institución de impulso político y colegislador (con el PE) que reúne a los Gobiernos de los EEMM- ha venido comportándose a lo largo de la crisis -sin ambages ni paliativos, sin disimulo y sin complejos- como el eslabón enfermo de la cadena decisoria.
Sin voluntad política por parte del Consejo para arrimar el hombro y aportar ideas constructivas que acoten y den contenido a las opciones delineadas en el Paper de la Comisión, no habrá salida de la crisis. Como no la habrá tampoco sin una implicación reforzada de la actual generación de los europeos vivos, singularmente de los jóvenes, que merecen respuestas a la altura de su angustia y sus inquietudes por su futuro, que es el nuestro.
Y no habrá salida de la crisis sin una restauración urgente y un relanzamiento sólido del compromiso europeísta que debe distinguir en toda tarea a la Comisión, y a su presidencia.
Recientemente tuvo lugar en la Comisión de Libertades, Justicia y Asuntos de interior del PE (LIBE) la Conferencia Interparlamentaria (PE y Parlamentos Nacionales de los EEMM) establecida y ordenada por el Tratado de Lisboa desde 2009, y cuya práctica inicié en la anterior legislatura como presidente de LIBE. Ante cualquier observador europeísta, saltaron todas las alarmas: hablábamos en clave europea los parlamentarios del PE. En cambio, con honrosas excepciones (los españoles entre ellos), abundaron en aquella discusión las voces nacionales cuyo discurso se explicaba en clave de soberanía nacional, resistiendo y obstruyendo toda integración europea y en dirección contraria a la construcción europea.
De entre las opciones delineadas por Juncker (cinco hipótesis: desde la renuncia a la integración a la "Europa flexible" de varias "velocidades"), sólo me reconozco en la quinta: mayor y mejor integración. Soy un federalista. Un federalista europeo y europeísta. Lo he sido, lo soy y sigo siéndolo en las peores circunstancias, reconociendo las notorias dificultades del presente, y la fatiga de ampliación y profundización que venimos confrontando durante ya muchos años, desde una conciencia muy alerta de las resistencias que la construcción europea deberá superar para volver a conocer un horizonte practicable.
No es una mala noticia que los gobiernos de Alemania, Francia, Italia y España se hayan reunido en Versalles para formular una apuesta por la mayor integración de quienes se muestran dispuestos, en la conciencia de la envergadura del envite europeísta y de lo mucho que está en juego. Pero haría falta mucho más. Y desde luego, para ello, haremos falta nosotros; nosotros los europeístas vivos de todas las generaciones, pensando apasionadamente en el porvenir de nuestros hijos y en las generaciones más jóvenes.