El esencialismo y el permiso de paternidad
La creencia de que, por su naturaleza, un hombre no puede cuidar de un bebé igual de bien que una mujer (si se pone a ello) puede que sea precisamente eso, una creencia. Establezcamos un sistema de permisos parentales igualitario y flexible y dejemos que las parejas (heterosexuales o del mismo sexo) usen su libertad y su capacidad de agencia para usarlos como crean conveniente.
Foto: ISTOCK
El pasado 6 de enero aparecía un artículo en El País en donde se hablaba de los defensores y los detractores de la ampliación del permiso de paternidad de 2 a 4 semanas, medida que acaba de entrar en vigor el 1 de enero. Lo primero que nos sorprendió es que hubiera una corriente de detractores. Pero, sobre todo, lo que más nos llamó la atención fueron los argumentos de una de esas detractoras. Se trata de una doctora en biología que, resumiendo, señalaba que esta medida es una barbaridad, que la ideología choca contra la biología, y que los hombres no pueden pretender igualar a las mujeres en la crianza de un bebé, que "no es algo natural".
Este tipo de razonamiento nos trajo inmediatamente a la mente lo que en los estudios de género se denomina "esencialismo" o "doctrina del esencialismo biológico".
El esencialismo se inscribe en el viejo dilema acerca de qué determina nuestra conducta y nuestras acciones, la naturaleza o la cultura, la biología o el entorno, "nature" o "nurture", genes o educación y socialización... Ambos aspectos, la biología y el entorno, sirven normalmente para explicar conductas y resultados, y con frecuencia resulta poco riguroso descartar por completo alguna de estas dos influencias. Sin embargo, frente a este dilema, la doctrina esencialista opta de manera predominante o casi exclusiva por el primero de ambos aspectos. Basándose en diferencias naturales entre los seres humanos, el esencialismo divide la sociedad en grupos distintos, atribuyéndoles características y aptitudes distintas y conduciendo, de manera inevitable, a la jerarquización de los mismos. Un ejemplo clásico es el esencialismo en materia de género (otros serían la segregación racial, etc.).
El esencialismo y la subordinación de la mujer (o en palabras de John Stuart Mill, la sujeción de la mujer) han ido históricamente de la mano. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX todavía eran muchos lo que consideraban que, por naturaleza, las mujeres eran más frágiles e inestables emocionalmente, que no estaban preparadas para la acción, para gestionar una empresa, para estudiar una carrera universitaria o para votar en unas elecciones.
Ahora esta manera grosera de pensar nos parece -y lo es- algo del pasado. Sin embargo, el cambio de actitudes es algo que se produce de manera muy lenta, con inercia e incluso con recaídas. En la actualidad, el esencialismo suele manifestarse de una manera más sutil y con una envoltura más suave que en el pasado. Por naturaleza, las mujeres tienen estilos directivos diferentes; la segregación ocupacional de hombres y mujeres que observamos en el mercado laboral tiene una explicación natural; debido a sus diferentes naturalezas, hay que volver a segregar a niños y niñas en las escuelas como forma de aumentar la eficiencia del proceso educativo; el apego que genera la madre con su bebé siempre será de diferente naturaleza al que genera el padre, razón por la cual tiene que haber permisos de maternidad largos y de paternidad cortos o inexistentes... Además, estas corrientes esencialistas se basan -supuestamente- en los logros teóricos obtenidos en disciplinas científicas muy cool y modernas, como son la neurociencia, la psicología evolutiva o la biopsicología.
Vaya panorama... ¿Hay manera de contrarrestar esto? Sí, hay muchas.
Primero, la mayoría de corrientes filosóficas y científicas otorgan una gran importancia al entorno. Y de hecho, en los ejemplos anteriores subyacen no tanto diferencias naturales como normas sociales (normas de género). Como señala Michael Kimmel, no se trata tanto de que las diferencias (naturales) entre hombres y mujeres expliquen la desigualdad de género que vemos en la sociedad, sino que sería al revés; son las desigualdades existentes las que explican las diferencias que observamos. O como pone de manifiesto Barbara Risman, en su enfoque del "género como una estructura social", el género aparece en nuestra socialización, en cómo enmarcamos nuestras relaciones con los demás y en las instituciones y políticas públicas. De hecho, el género, que es de lo que al final estamos hablando, es un concepto social y no natural. Y además, esas normas no son inmutables (como sí lo serían los principios naturales). Y los seres humanos también tenemos capacidad de "agencia", la capacidad del individuo para actuar libremente, para identificar lo que son las normas sociales, para cuestionarlas, y formar su propio sistema de identidades.
Segundo, basta con mirar a nuestro alrededor y constatar que el mundo ha cambiado (para bien). El confinamiento de las mujeres en el ámbito del hogar (o a lo sumo en ocupaciones ligadas al cuidado), como pasaba en el pasado reciente, no era algo natural y por eso es algo que ya está superado. Es cierto que está costando un poco más que los hombres entren en el mundo de los cuidados, pero cada vez observamos a más hombres que no comulgan con el concepto de masculinidad hegemónica (ser todo el día John Wayne) y que disfrutan y enriquecen sus vidas con ello; y que, por ejemplo, en el momento de ser padres, se plantean ejercer una paternidad activa e implicada.
Tercero (y volviendo al tema que nos ocupa), la creencia de que, por su naturaleza, un hombre no puede cuidar de un bebé igual de bien que una mujer (si se pone a ello) puede que sea precisamente eso, una creencia. Para empezar, lo que existe es una gran variabilidad individual de capacidades para cuidar de un bebé, tanto dentro del grupo de mujeres como del de hombres y no tanto una diferencia media entre estos dos grupos. Y además, como señala la teoría del apego, teoría proveniente del ámbito de la psicología del desarrollo, lo que un recién nacido necesita es desarrollar apego con al menos un cuidador principal para que su desarrollo social y emocional se produzca con normalidad; es decir, lo importante es el desarrollo del apego y no el sexo de quien genera ese apego.
Y cuarto, si reconocemos que la cuestión de quién debe cuidar de los hijos pequeños es algo que tiene que ver con lo social y no con lo natural, que cada vez hay más padres varones que, en terminología de Gayle Kaufman tienen vocación de ser "superdads", que queremos acabar -en serio- con la penalización laboral por maternidad y con la brecha salarial de género, que hay una gran diversidad de parejas y que éstas tienen capacidad de agencia (libertad y capacidad para decidir cómo quieren organizar su hogar), entonces lo que necesitamos es no solo dos semanas más de permiso de paternidad sino igualar el permiso de paternidad con el de maternidad (permisos iguales e intransferibles; véase la propuesta de la PPiiNA).
Supongamos que ya tuviéramos unos permisos iguales e intransferibles: 16 semanas para la madre y 16 para el padre (sistema "16+16"), que pudieran ser utilizados por parte de cada uno de ellos con el máximo grado de flexibilidad. En este caso es probable que en la mayoría de parejas (de doble ingreso y asalariadas en nuestro ejemplo) fuera la madre quien primero utilizara la baja para cuidar al bebé durante los primeros meses de vida del mismo (usando sus 16 semanas, más quizás algunas semanas o meses adicionales en concepto de "permiso de lactancia acumulado", excedencia por cuidado de hijos, días de vacaciones, etc.), para que, una vez que ella se reincorporara a su empleo, fuera el padre quien usara sus meses de baja. Así, de forma consecutiva, los bebés estarían cuidados de manera exclusiva por sus progenitores durante como mínimo su primer año de vida (lo que, lógicamente sería muy positivo para su bienestar). Este tipo de prácticas son las predominantes en países como Islandia, en donde existe un sistema de permisos parentales igualitario.
Pero, ¿qué pasa si los miembros de la pareja deciden utilizar de otra manera estos permisos? ¿Qué pasa si, por ejemplo, ambos deciden utilizar sus permisos simultáneamente? ¿O si deciden utilizarlos en meses alternos? ¿O si la madre, tras 4 semanas de recuperación decide que quiere incorporarse a su trabajo en la quinta semana y seguir usando el tiempo que le queda de permiso trabajando y usando el permiso, ambos a media jornada? ¿Sería una mala madre porque no responde a la naturaleza de madre? ¿Sería un mal padre un padre que esté de baja 4 meses para cuidar de su bebé por no estar ejerciendo su papel natural de proveedor del hogar? Obviamente, ninguna de estas decisiones de cómo utilizar los permisos es errónea ni antinatural.
Establezcamos un sistema de permisos parentales igualitario y flexible, dejemos que las parejas (heterosexuales o del mismo sexo) usen su libertad y su capacidad de agencia para usarlos como crean conveniente, y dejemos la naturaleza para disfrutar de ella los fines de semana...