¿Por qué la impresora 3D no tuvo patente española en 1996?
No se ha hecho un esfuerzo de adecuación del marco regulatorio de patentes a nuestra cultura inventiva y empresarial, a la realidad económica española. En este ámbito de regulación, el interés nacional significa dificultar las patentes y patentar poco. Eso es lo que tiene que cambiar. Aunque para eso tengan que empezar de nuevo.
Demasiadas veces nos reflejamos, a falta de otro espejo, en la leche derramada. España ha estrenado un nuevo entorno legal para las patentes porque el que tenía le sentaba mal, discriminaba al inventor y, en definitiva, a la I+D nacional. Pero la ley no ha cambiado por eso, la nueva ley, curiosamente, es una reforma que nace desde sus mismas entrañas y busca aproximarse -a falta de su posible clonación- al modelo alemán. La realidad económica española le interesa menos.
De momento siguen siendo muy pocas las ideas que, con un efecto industrial y susceptibles de ser patentadas, acaban transformadas en patentes en España. Aunque en nuestro país no faltan ideas, ni una comunidad formada, ni valores de independencia e individualidad creativa. ¿Por qué entonces muy pocas de esas ideas acaban siendo patentes?
Si hay un caso que podría explicar esta crisis de modelo y el problema regulatorio profundo y estructural del sistema de patentes español, que sigue sin quedar resuelto con la nueva ley, es precisamente entender por qué no pudo ser patentada parte de la tecnología de la impresión 3D en España en 1996.
Hace unos meses vino a mi despacho un inventor, Ramón Blanco Garrido, de formación jurídica, un personaje digno de surgir de un capítulo apócrifo del Neuromante de Gibson. Sin la camiseta-uniforme de los vendedores de humo tecnológico, me traía un expediente de la Oficina Española de Patentes y Marcas. La instancia tenía el título Sistema trazador para realización de maquetas en relieve basado en los convencionales 'drafting plotters' de tinta (....) añadiendo la novedosa opción de su movilidad vertical inteligentemente dirigida a fin de obtener la realización en tres dimensiones de maquetas, planos en relieve y diseños de cualquier objeto. Ramón Blanco había inventado y solicitado la primera patente de una impresora 3D nada menos que el 5 de julio de 1996.
Aquella proposición inventiva absolutamente genial había sido rechazada por la Oficina Española de Patentes con las palabras habituales: falta de claridad en la descripción y reivindicaciones no basadas en la descripción. La oficina se conformó con constatar el obstáculo sin identificar el problema concreto. Como tantas veces -a pesar de la capacidad técnica de la misma- la Oficina no aportó ningún valor, no entendió siquiera el alcance de la invención y permitió que una idea genial y revolucionaria no terminara en una patente española. Sólo en Estados Unidos había parte de esa tecnología que había sido patentada, muy poco antes, (U.S. Patent No.4,575,330,U.S. Patent No. 4,929,402, U.S. Patent No. 4,999,143, U.S.Patent No. 5,174,931,US 5 121 329), pero reivindicación a reivindicación la patente española podría haber tenido un espacio multimillonario.
El proceso resultó absurdamente caro para un inventor español, y completamente estéril. La OEPM se conformó con ser lo que muchos quieren que sea: un servicio de ventanilla poco cualificada. A pesar de las subsanaciones del agente de la propiedad industrial contratado por Ramón, la Oficina, con sus razones formales, rechazó la invención. El proceso administrativo simplemente no aportó valor, no colaboró en guiar al inventor hasta la redacción -la patente es siempre un documento feo y naturalmente redundante en la forma- a través de la cual su idea podía ser protegida, ni entendió el alcance -ni para el inventor ni para el país- de aquella invención.
Parece ser que el error de Ramón fue contratar un agente de propiedad industrial e intentar patentar en España. La vida de este hombre sufrió luego un duro paréntesis, fruto de aquel laberinto roto de la burocracia en torno a la tecnología en España.
La conclusión del abogado que ahora escribe y de los dos ingenieros que pudieron comprobar el texto es que con una subsanación que adaptase mejor la idea a los formalismos de texto exigidos, la patente podría haber seguido su curso normalmente. En su lugar, el sistema de patentes que tenemos se libró del inventor y permitió que derechos por el valor de muchos cientos de millones de euros se perdieran para nuestra sociedad. Nuestro modelo responde a los intereses de otros países, y aún podría ser mayor esa dependencia si hubiésemos aceptado la jurisdicción del Tribunal Unificado de Patentes.
Lo habitual era que la OEPM se limitase a revisar si faltaba una coma, un cambio de página, un renglonado, la falta de un título... Ahora, además, va a examinar la novedad, para hacer más fuertes las patentes, de cara a un supuesto de conflicto, a pesar de que la litigiosidad por patentes en España es insignificante y, por tanto, la experiencia es muy pobre para desarrollar una reforma sobre este aspecto específico. Sin embargo, se fertilizó la idea de la necesidad de la reforma con todo tipo de eslóganes amenazantes e imaginarios, como que estábamos bajo la amenaza de una "burbuja tecnológica", amenaza conceptual y sacada más de un bestiario medieval que de la realidad española, como si el pequeño puñado de patentes que anualmente se solicitaban en España pudiese provocar siquiera una pompa en el mercado tecnológico. La reforma, es obvio, no ha venido porque haya pocas patentes o porque resulte imprescindible corregir que el sistema sea una maraña odiosa y cara para un inventor o una pyme, o porque el efecto primero de lo que hay sea clara y completamente desincentivador.
Es cierto que España tenía compromisos internacionales que limitaban muchos aspectos de la capacidad regulatoria en materia de patentes, pero eso no impedía, ni impide, que el modelo regulatorio se adapte a nuestra realidad. No estaría mal que por primera vez, se implementase una perspectiva regulatoria desde el interés del inventor y de la pyme de base tecnológica. No se puede arrojar a este a un mar de burocracia de ventanilla donde luego debe invertir una enormidad en agentes industriales, que da la impresión que es el sector que más ha conseguido con la nueva regulación. ¿Por qué no avanzar hacia un modelo que favorezca el principio de que el inventor pueda hacer las cosas él mismo y que precise de la OEPM sobre todo para su colaboración? El obstáculo está en la forma en que se regula sobre tecnología en España.
El fetichismo de la regulación alemana, en este y otros ámbitos, ha resultado esterilizante. Constantemente se invoca la perfección formal del derecho alemán, aspiración abstracta e interesada que no mira a nuestra realidad, aunque digan que sale directamente de las fraguas de Thor... Antes de echarse a reír, llévense siempre las manos al bolsillo. La cosa va por ahí. Ese formalismo impersonal no es la solución para nosotros. No se ha hecho un esfuerzo de adecuación del marco regulatorio a nuestra cultura inventiva y empresarial, a la realidad económica española. El caso que he explicado demuestra que un ciudadano tuvo una idea revolucionaria, que la intentó patentar, y que el sistema, con la Oficina de Patentes a la cabeza, se conformó con invocar unos defectos formales que, aun concurriendo un agente de la propiedad industrial, nadie supo subsanar. En lugar de decirle al inventor -o al agente en este caso- "venga aquí y le enseñamos cómo hacerlo" solo se pusieron impedimentos. En el ámbito de la regulación de patentes, el interés nacional significa dificultar las patentes y patentar poco. Eso es lo que tiene que cambiar. Aunque para eso tengan que empezar de nuevo.