Aparcar en Madrid
¡Qué hartura de verdad! En esta ciudad cada vez hay más coches que sitios, cada vez más plazas para carga y descarga, más para organismos oficiales, más contenedores de obra y de reciclaje y más bolardos y bolardas que lugares para aparcar.
Y, por supuesto, tenemos que añadir la figura de ese ser despreciable que aparca como caiga el coche sin importarle si podrían caber dos. ¿Un pleno para tratar el aparcamiento solidario y la necesidad de legislación, por favor señores del Ayuntamiento?
Según cumplo años me doy cuenta de que tener coche es una especie de acto suicida cuando vives en el centro de la ciudad. Te eleva los niveles de estrés hasta el punto de comprar papeletas a diario para una parcela en la Almudena.
Cuento con datos empíricos, hechos contrastados, pruebas fehacientes: recibos de la aseguradora, el impuesto de circulación, una pegatina con una letra que me ha mandado Carmena que no sé muy bien para qué sirve con una letra, facturas de la ITV, colección de multas, aplicación para pagar el parquímetro, aplicación para recordar dónde he aparcado, etc.
Para mí un coche es una cosa que me lleva del punto A (mi casa) a B (mi trabajo). Y ya. Mi punto A está en el centro de Madrid y mi punto B está a las afueras del más allá. Tanto es así que desconecto los datos al montarme en el coche porque vivo en pánico por si me salta el roaming en el camino.
No me da para un parking porque se lo traga el coche en gasolina y todos sus avíos. El círculo de la vida del pobre, así que a la tensión de rodar junto a 1 millón más de personas a diario le tengo que sumar el de encontrar sitio.
Verdades irrefutables del madrileño aparcando:
- Teoría de la elasticidad del espacio. El madrileño tiene una visión espacial diferente a la del resto del mundo. Dónde cualquiera ve que cabe un triciclo el ve un sitio para un todoterreno. "Y pasito a pasito, suave, suavecito" lo encaja (¿alguien ha conseguido superar lo de esta canción?).
- Teoría del espacio-tiempo.Todo lo que esté a más de 3 minutos caminando de nuestro coche está lejos. El madrileño, como todos sabemos, mide las distancias en tiempo. No nos gusta aparcar lejos. Si vamos en coche es para aparcar como en las películas, en la puerta. Así que aprovecharemos cualquier hueco con tal de dejar el coche cerca aunque tengamos que aparcar de lado, quitar cubos de basura o subirnos a la acera.
- Teoría de la ductilidad de la materia. El coche madrileño está fabricado con un material altamente flexible. No descubro nada si digo que aparcamos de oído. Sabemos claramente que, al hacer esa maniobra que todos hacemos de bajar la música es porque necesitamos que no haya interferencias para poder escuchar bien el golpe que le vamos a dar al coche de delante y al coche de detrás.
- Los jefes de pista. No sabes de dónde salen pero siempre hay alguien dispuesto a darte indicaciones de cómo aparcar. Esa gente que siempre ha soñado con ponerse unos cascos, un chaleco reflectante, coger unas barritas luminosas y aparcar un avión en el aeropuerto pero tiene que conformarse con ser voluntario en la calle. Si eres mujer y el sitio es complicado date por jodida. Ellos sienten que hacen el bien y tu solo quieres que se abra un agujero a sus pies que les lleve directos al núcleo de la tierra.
- La teoría de la invisibilidad de los bolardos. Estos elementos del mobiliario urbano aparecen y desaparecen a su antojo. Ese momento en el que estas clavando la maniobra y de repente el coche se encalla y cruje de tal manera que lo oyes como un lamento que sale de las entrañas de la tierra y no quieres ni bajarte para ver los desperfectos, ese momento en el que te sube una ola de calor y piensas en el seguro.
- El placer de decir no. Ese momento en el que acabas de aparcar después de 14 vueltas a la manzana que te ha provocado una contractura cervical. Ese momento en el que estás cerrando el coche y oyes una voz que te dice: ¿perdona, te vas? Y no sé por qué en ese momento te salen tus más bajos instintos, la mala persona que llevas dentro y te regodeas en el placer de mirarle y decir: ¡no! al tiempo que ríes por dentro. Lo has hecho y lo sabes.
- El parquímetro. Si contara cuánto dinero he donado al Ayuntamiento a través de los parquímetros posiblemente podría cancelar una hipoteca a 30 años. Ahora al tiempo que tardamos en aparcar tenemos que sumarle el tiempo de buscar el parquímetro, poner el papelito y estar pendiente de la recarga. En el mejor de los casos tendremos una app que te geolocaliza a 4 barrios de donde estás como te descuides (sí, me ha pasado y me he comido 90 € de multa por recurrirla).
- Estamos dispuesto a todo. Incluso a fingir que no podemos echarnos para atrás cuando uno encuentra un sitio y pega la frenada intentando retroceder. En ese momento haremos el amago políticamente correcto de echarnos unos centímetros hacia atrás girando nuestro cuerpo en un simulado escorzo como pidiéndole al de atrás que retroceda pero suplicando que no se mueva un milímetro. Entonces levantaremos los brazos para decirle que es imposible ir más allá de ese punto con cara de ¡lo siento!. Obviamente, queremos el sitio para nosotros.
Diseñadores de coches, apelo a ustedes en búsqueda de una solución. El techo abatible para poder salir por él y que como en los aviones se despliegue un tobogán por el que podernos deslizar por el capó.