No me reconozco
Artísticamente, impecable. El impacto dramático, con la fuerza del blanco y negro, indiscutible. Desde el punto de vista del contenido el reportaje fotográfico de Samuel Aranda en 'The New York Times' es pura manipulación. Ha optado por algunos de los estereotipos que poblaban nuestra tierra hace cuatrocientos años.
Nadie retrató como Velázquez el alma de la decadencia española. Junto a los reyes y su corte, aferrados a una grandeza perdida, esos seres desdentados, deformados, maltratados por la vida pero sin perder por un momento la dignidad. Fue lo primero que se me vino a la cabeza al ver el ya famoso reportaje fotográfico de Samuel Aranda en The New York Times.
Artísticamente, impecable. El impacto dramático, con la fuerza del blanco y negro, indiscutible. Desde el punto de vista del contenido, pura manipulación. No porque no sea cierto, lamentablemente, que la pobreza está aumentando en España a un ritmo alarmante, sino porque ha optado por plasmar la realidad del país con algunos de los estereotipos que poblaban nuestra tierra hace cuatrocientos años. Además de lo más obvio, que ya se ha repetido estos días: esas imágenes podrían haber sido tomadas en cualquier ciudad del mundo, empezando por la propia Nueva York.
Sinceramente, no me reconozco en esos personajes, ni reconozco a mi país. No se trata, insisto, de querer ocultar una dura realidad. Todas las llamadas a la acción para paliar el sufrimiento de tantas y tantas personas deben ser atendidas y multiplicadas. Se trata de valorar la carga informativa de la portada de uno de los principales diarios del mundo y lo que puede contribuir a mejorar, o a empeorar, la situación que pretende denunciar (de nuevo, sin querer cuestionar lo más mínimo la libertad de expresión).
Mala suerte, además (¿o mala leche?) que su publicación coincidiera con el mayor intento institucional de mejorar la imagen de España en Estados Unidos. La presencia del Rey y de Mariano Rajoy en la Gran Manzana, y su afán por convencer de que no es verdad todo lo malo que cuentan de nosotros, se topó con una de las peores semanas informativas a esos efectos que se recuerdan -fotos del Times incluidas-, desde las manifestaciones de Madrid hasta el canto independentista de Artur Mas.
Por cierto, que no me reconozco tampoco en esos policías que entran corriendo en Atocha porra en ristre; ni en aquellos que llaman a asaltar el Congreso; ni en un presidente autonómico que se declara dispuesto a saltarse la ley si no se cumplen sus deseos. ¡Con lo que nos ha costado dotarnos de un Estado de Derecho -con todas sus imperfecciones- para que ahora cualquiera pueda situarse por encima de él! Sí creo en la necesidad -y en la higiene social- de protestar, y de manifestarse, por supuesto. La alternativa a la que tenemos encima no puede ser la resignación.
Porque una de las cosas que están logrando entre todos, los de fuera y los de dentro, es que caigamos en la parálisis. Hace unos días Andrés Ortega nos recordaba que atravesamos una desmoralización no conocida desde el desastre del 98. La incertidumbre que inunda nuestro presente, y nuestro futuro, el fin de las certezas sobre las que creíamos se asentaba nuestra existencia, nos está llevando a cierta incapacidad de reaccionar, a volver a pensar que, tal vez, sí nos merecemos lo que nos está pasando.
Y sin embargo, no podré nunca reconocerme en esa imagen de vagos y despilfarradores que pretenden asignarnos algunos; tampoco, por cierto, en la de víctima de un complot universal. Que debemos mejorar nuestra eficiencia y nuestra competitividad, nuestro rigor en la gestión de lo público, sí, pero que no estamos genéticamente incapacitados para ello, también.
Por eso no podemos dejarnos amedrentar. Y entre los apocalípticos que prevén el fin de todo lo conocido y los que piensan que ya saldremos de ésta, como lo hemos hecho en otras ocasiones, me quedo con los que plantean ideas y propuestas. Como afirmaba hace unos días José Ignacio Torreblanca, España tiene solución. Él mismo planteaba algunas, en el ámbito político, desde despolitizar la administración pública hasta fomentar la transparencia -pero de verdad- o completar el Estado autonómico, entre otras. En lo económico-empresarial, seguimos viendo cómo aumentan las exportaciones, y conociendo casos como los de ese buen número de emprendedores que son capaces de poner en marcha empresas tecnológicas... en Estados Unidos.
No parece que sea este tiempo de líderes, así que buena parte de las soluciones tendrán que venir de la iniciativa individual, o de la unión de fuerzas ciudadanas. Y aunque casi resulte cansino reclamarlo, no estaría mal que también los grupos políticos dejaran de lado (algunas) diferencias y trabajaran juntos por el bien común. La crisis, económica, política, institucional y estructural, necesitará inevitablemente del consenso político para su solución.
Menos mal que el final de la semana laboral nos deparaba la buena noticia de que nuestro sector bancario van a necesitar menos dinero de Bruselas del que se había pensado. No, si al final nos salvarán los bancos.