Los bichos del hambre
Cada pocos segundos muere alguien por desnutrición, lo que suma la escalofriante cifra de casi 40 millones de personas al año. Los números del hambre me quitan el apetito, igual que las últimas recomendaciones de las luminarias que la FAO aloja en sus lujosas oficinas romanas.
Los números del hambre son terroríficos. Cada pocos segundos muere alguien por desnutrición, lo que suma la escalofriante cifra de casi 40 millones de personas al año. Cada día unos 900 millones de personas sufren la penuria de no tener nada que llevarse a la boca. Los números del hambre están ahí, clamando por una solución. Los números del hambre me quitan el apetito, me remueven la rabia, me indignan, me hacen perder la fe en el ser humano. Igual que las últimas recomendaciones de las luminarias que la FAO aloja en sus lujosas oficinas romanas. Esas luminarias, seguro que muy bien alimentadas, se han prodigado en los últimos días con soluciones clarividentes para el problema del hambre.
Coman insectos, dicen. Que hay muchos y son muy nutritivos.
Cuando las potencias mundiales se repartieron el pastel en el siglo XX, con objeto de poder asegurarse así la continuidad ad eternum de sus poderes para dirigir la existencia del resto de los mortales, inventaron la ONU. En aquel momento parecía una gran idea. Se ve que a sus cultivadas señorías se les había olvidado leer El castillo de Kafka. En realidad, en aras del buen gobierno, lo que hicieron fue inventarse una intrincada red de organismos para todo. Con oficinas, funcionarios, departamentos, gabinetes, divisiones, fondos, programas para el desarrollo, instituciones, conferencias, asambleas, comités, grupos de trabajo y demás burocracias de salón y vuelva usted mañana. A Larra le habría encantado el embrollo.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO en sus siglas en inglés) es uno de esos organismos, que no el único (también está el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola, el Programa Mundial de Alimentos y alguna agencia más) cuyo cometido es el de la lucha contra el hambre. Su presupuesto es suculento y un poco obsceno, dados los resultados de su gestión. Estamos hablando de que estos señores se gastan un millón de dólares al día en luchar contra el hambre. Estamos hablando de que la ONU destina fabulosas cantidades de dinero para sostener un aparato cuyo fracaso es, a todas luces, evidente, a tenor de los millones de personas que cada día tienen apenas un mendrugo que llevarse a la boca. Estamos hablando de la gran paradoja, del nudo kafkiano, de lo inverosímil. De cómo para hacer lo que hay que hacer se gasta dinero en hacer cosas que deberían servir para hacer lo que se podría hacer con ese mismo dinero y que no sirven para nada porque en realidad no se hace lo que hay que hacer. Kafkiano, ¿verdad? Eso mismo pienso yo.
Ahora se les ha ocurrido que esos, los empobrecidos, los que están bajo la bota a punto de reventar, los que no tienen fuerzas para levantarse y caminar, salgan a correr detrás de langostas y grillos para comer. No se si reír o si llorar.
Seguro que lo han hecho con la mejor intención del mundo. Confiemos en que sus títulos, sus abultados currícula y su solvencia intelectual dan para algo más que para tener que recurrir a la entomofagia como solución a la cuestión del hambre en el mundo.
Sí, sí. Los escamoles están muy ricos. Las botanas de chapulines o gusanos del maguey también. Podemos comer saltamontes, arañas fritas y orugas si hace falta. Son abundantes, son nutritivos y su consumo no es nada nuevo, por mucho que a los de la FAO se les ocurra, ahora, que pueden ayudar a paliar el hambre.
Pero para paliar el hambre habría que echarle un vistazo a otros temas, digo yo, más serios, de esos que, por obvios, suenan a postulados populistas y demagógicos.
Niño comiendo larvas blancas en Indonesia. Foto: AM.
Los precios de los alimentos están por las nubes gracias a las artes especulatorias de los grandes monopolios de la industria alimentaria. Las subvenciones que los gobiernos de las naciones ricas regalan a sus agricultores suponen la asfixia de la producción de los países empobrecidos. Las políticas agrarias de occidente condenan a la soberanía alimentaria de las pequeñas naciones a morir en un rincón. Los cereales se convierten en artículos de lujo cuyo valor se multiplica para que las grandes multinacionales los puedan destinar a fabricar biocombustibles. Los créditos que se conceden como "ayuda al desarrollo" llevan como apellido contrapartidas económicas que hunden las posibilidades de crecimiento de quien los recibe. En las sociedades industriales se producen alimentos que no pueden ser absorbidos por la demanda y, cada día, acaban en la basura toneladas de comida y de recursos. No lo digo yo. Lo dice Tristram Stuart en su desgarrador libro Despilfarro. La sostenibilidad alimentaria de esas mal llamadas naciones en vías de desarrollo está en manos de unos pocos, a los que apenas importa el destino de los hambrientos. Con la producción agrícola mundial es suficiente para alimentar a los millones que mueren de hambre a diario. No interesa que los excedentes puedan poner en peligro el sistema imperante. No cuadrarían las cifras del horror. Se cultivan transgénicos, en países que nunca los consumirán, que se envían a Europa o EEUU para engordar ganado. Monsanto duplica sus beneficios y ahoga los campos con sus venenos. Los gobernantes del mundo rico son cómplices de todo esto. El significado del término genocidio amplía su terrorífico significado. No es nada nuevo. Ya lo cuentan, en Rebeliones alimentarias, Raj Patel y Eric Holt-Giménez. Desgraciadamente, las obras que cito no están en la lista de los más vendidos en las librerías.
Con este panorama, ¿tenemos que comer insectos para hacer desaparecer el hambre?, ¿eso es todo lo que se les ocurre a las luminarias de la FAO?, ¿nos los tenemos que comer porque hay muchos?, ¿la solución del hambre en el mundo pasa por comer estofado de hormiga?, ¿se va a incluir el soufflé de tarántula en los menús de los directivos de las agencias contra el hambre o lo de comer bichos solo va por los pobrecitos que pasan hambre? Por favor.
Que se pueden comer los insectos ya lo sabemos. Y los perros, y las serpientes, y los gusanos, y el semen de los peces. Marvin Harris ya lo explicó hace años.
Supongo que, por la misma razón que arguye la FAO, nos podemos empezar a comer a toda la recua de sinvergüenzas que dirigen las políticas alimentarias del globo. Porque también hay muchos, quizás tantos como insectos, y seguro que también son muy nutritivos. Podemos empezar por los ínclitos funcionarios de la FAO. Si no lo hacemos, no sé cuál va a ser su siguiente y magnífica propuesta. ¿Masticar piedras? Porque de lo de las medusas prefiero no decir nada, que también clama al cielo.
Hay que tener cuidado con los verdaderos bichos del hambre. Porque cada vez que hablan, encima, sube el pan. Lo que nos faltaba.