El cartero siempre llama dos veces

El cartero siempre llama dos veces

Subí a casa como flotando, mirando aquel paquetito de papel de estraza, escrito a mano y con unos sellos de héroes y mitos; casi daba pena abrirlo. Con cuidado fui desembalando las capas y capas que el librero había envuelto con mimo y llegué a un volumen antiguo y sin desbarbar. Hacia muchos años que no veía un libro así...

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Fotografía: Intonso, de MAYTE PIERA.

Ayer llegó el cartero con un paquete. Era un hombre normal con un carrito amarillo donde transportaba los envíos. Cuando sacó el mío se me aflojó la sonrisa y languidecí al ver los sellos de colores con sus timbres en caracteres griegos. Me acordé de Laurence Durrell, en sus Reflexiones sobre una Venus marina, cuando decía que el encuentro por azar con cartas de matasellos helenos le provocaba una nostalgia irreprimible. El repartidor debió pensar que estaba pasmada, por mi sonrisa bobalicona mientras dejaba que mi mente transformara su figura de hombre corriente en la de un cartero de altos vuelos, el de Neruda o el pobre cartero muerto de Hatzidakis. Las relaciones con Grecia, cuando estás lejos de allí, tienen el poder de sanar el espíritu como un ungüento milagrero; cuando te lo untas, retornas directo a tu niñez.

Había contactado con un librero de viejo de Atenas que me podía conseguir un ejemplar del libro que mencionaba en una entrada anterior: Το Ταξίδι της "Χαράς", El viaje del Jarás; un relato autobiográfico de un navegante griego que cruzó el Atlántico norte con su esposa en un barco de ocho metros sin motor. Él me dio un precio y me aseguró que, en cuanto le llegase mi dinero, lo pondría en el correo. Ya sé que a alguien le podría chocar el hecho de poner una transferencia a una cuenta bancaria particular de un desconocido a cambio de una simple promesa, pero llevo tantos años en el país que no me produce la más mínima inquietud. Los griegos son gente de palabra; eso no quiere decir que no haya ladrones o estafadores, los hay, pero son de más altos vuelos. Es una situación que he vivido en numerosas ocasiones; las cosas pueden tardar y hasta eternizarse, pero no es necesario preocuparse, llegarán. Esto en sí parece una tontería, pero la confianza entre la gente es uno de los tesoros más envidiables de Grecia. Yo me dispuse a esperar el tiempo que hiciera falta, y se me quedó grabada la canción de HatzidakisEl cartero murió, que llevo tarareando hasta el momento del timbrazo. Ringgg.

- Ohhh

Subí a casa como flotando, mirando aquel paquetito de papel de estraza, escrito a mano y con unos sellos de héroes y mitos; casi daba pena abrirlo. Con cuidado fui desembalando las capas y capas que el librero había envuelto con mimo y llegué a un volumen antiguo y sin desbarbar. Hacia muchos años que no veía un libro así y hasta me había olvidado de su existencia. Este tipo de edición, hoy desconocida excepto para algunos coleccionistas, usaba una hoja de papel de gran tamaño que abarcaba el texto de varias páginas. Esta última se doblaba formando un pliego, y muchos cuadernillos de esos se unían mediante cosido o fresado y se encuadernaban. Como todo el proceso era artesanal, los pliegos se dejaban muy a menudo intonsos, palabra que yo desconocía hasta ahora y que significa, literalmente, "sin cortar las barbas". Es el propio lector el que debe abrir los bordes unidos de las páginas a medida que avanza en la lectura. Posteriormente se idearon máquinas que se encargaban de esta labor, y sólo en algunos libros exquisitos de coleccionista se mantiene la costumbre de no cortar las páginas. Para un bibliófilo, estos ejemplares intonsos, que no han sido abiertos ni, por tanto, sobados o leídos, tienen un valor superior al del ejemplar afeitado si barbas. Dice en su biblia de los bibliófilos: "El bibliófilo no debe caer jamás en la tentación de leer un libro ... Qué mayor honra que adquirir un libro que no tiene la más leve señal de haber sido leído, incólume y virginalmente conservado; y transmitirlo así, para otros afectos, sin el más mínimo testigo de una ignominiosa lectura." En cualquier campo en el que te metas a indagar hay frikis.

Pero volvamos a el viaje del Jarás; allí estaba, entre mis manos, compilado en aquel pequeño objeto barbado, misterioso, secreto, excitante más que cualquier otro libro. Y yo, provista de un cuchillo jamonero bien afilado, canturreando la muerte del joven cartero, mientras recordaba aquellos puñales que había en los escritorios de mi infancia con los que alguna vez hemos jugado a herir y ser heridos de gravedad pero sin morir; siempre había escusas para mantenerse vivo de forma perpetua, para enfado de tus amigos.

Lo bueno de estos libros es que solo vas cortando las hojas que lees, y esto es un proceso lento y mimoso para no convertir esa joya en un cuaderno de parvulario. Todo un placer delicado para pasar una tarde de frío, como hoy, mientras las páginas nos trae imágenes evocadoras del pasado. Pero ¡Ah! ¡Mi perdición! Ya en los primeros párrafos el autor hacía mención a un libro del escritor Tasos Zappas que a él le había marcado como ningún otro: El Jónico en una barca; la edición debe ser de los años 30. Y, ¿qué hago? ¿Qué he hecho? Pues evidentemente, volver escribir al librero griego sin mucha esperanza. Él me ha respondido que cree que lo puede conseguir.

El cartero murió,

era un muchacho de diecisiete años

que ahora ha volado.

¿Quién te llevará, amor mío

la carta que te había mandado?

Y como un pájaro que voló

la amarga vida suya

voló, se marchó y se le fue

su aliento fresco.

¿Quién te dará amor mío

mi último beso?

El cartero murió a la edad de diecisiete años

y él era mi amor

Su cansada sombra

ahora vuela entre las ramas,

trae frescor a los ruiseñores.

¿Quién te enseñará amor mío

cuál es el camino de los sueños?

Ya que hemos muerto juntos yo y el cartero

o.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora