En el país-mundo
Israel, que nace de una tradición milenaria, no es un país hecho únicamente de atavismos. Ilustra también el mestizaje de la sociedad global, o, cuando el conflicto impide que este llegue a producirse, la posibilidad de una convivencia.
Hay países-mundo, como hay novelas-río. Son aquellos/as en los que el caudal de experiencia, de cultura/s y de perspectivas resulta tan rico, tan abrumador, que al visitarlos uno tiene conciencia de situarse en el centro mismo de su tiempo, además de en todos los anteriores.
Israel es uno de esos Estados-Aleph, si queremos decirlo a la manera de Borges, no solo porque contiene buena parte de nuestras propias raíces, sino porque ilustra también el mestizaje de la sociedad global, o, cuando el conflicto impide que este llegue a producirse, la posibilidad de una convivencia entre aquellos que se saben distintos, dentro de su coincidencia esencial. Askenazíes y sefardíes, hijos del kibutz y partidarios de la iniciativa individual, descendientes de los judíos de Rusia o de los de Etiopía, jaredim de negro riguroso y laicos de aspecto occidental, y también árabes y cristianos... el repertorio es extenso, y describe una sociedad que, aunque volcada en sí misma, quiere a la vez mantener y desarrollar su relación con el mundo.
Acabo de regresar de allí para recibir un doctorado honoris causa por la Universidad de Haifa, motivado por mi declarada y sincera amistad con el pueblo judío y con el Estado de Israel. Fue un inmenso honor que quise aceptar no tanto a título particular como en nombre de un país que hoy es consciente de la pérdida que supuso la expulsión de 1492, que en el siglo XIX redescubrió la huella sefardí más allá de sus fronteras, y que en el XX tuvo a su servicio a un puñado de diplomáticos heroicos que durante la Segunda Guerra Mundial corrieron graves riesgos personales para salvar a miles de judíos de un destino fatal... y como ministro, obviamente, de la democracia que por fin, en 1986, estableció relaciones con un país amigo por historia y por naturaleza.
La ceremonia misma fue testimonio de esa variedad de identidades que es capaz de convocar la pluralidad israelí. Junto a mí recibían su propio doctorado, entre otras personalidades, el premio Nobel de Química del año pasado, un respetado cantautor, un inventor con más de setecientas patentes en el mundo, o la interesante figura que constituye el juez Salim Joubran, quien, nacido en la colonia alemana de Haifa, se convirtió en 2004 en el primer magistrado árabe del Tribunal Supremo de Israel, y no ha dejado desde entonces de introducir en sus sentencias la defensa de los Derechos Humanos y la protección a los más desfavorecidos.
Asistir a este acto de escenografía y tono modernos en una universidad a la vanguardia de la vida israelí, horas después de haber visitado la vieja Jerusalén, supone un contraste solo equiparable a los que se experimentan en el interior de esta última, auténtico prisma histórico y cultural que descompone la luz de la fe en tres credos distintos, y cuyos barrios respectivos he recorrido, al igual que he guardado silencio ante el Muro de las Lamentaciones, he caminado por las calles cristianas y he admirado las mezquitas con las que los restos del segundo templo comparten la Explanada de ese nombre. Hombres de honda sabiduría me han acompañado en ese itinerario: mi viejo amigo el padre Artemio, el doctor Abraham Haim, o el jeque Abdul Azen Falhab, dueños cada uno de ellos de una parte de la verdad. Y junto a ellos, el más experto y entregado de los embajadores que nuestro país podía imaginar en ese país, Álvaro Iranzo.
Pero Israel, que nace de una tradición milenaria, no es un país hecho únicamente de atavismos. En las reuniones que he mantenido con varios de sus ministros he palpado el interés por reforzar las relaciones comerciales con España, a la que ofrecen el mejor de sus productos, del que tan necesitado están nuestras empresas para mejorar su competitividad: la tecnología. Y, por lo que he podido percibir, Israel constata que estamos atravesando un periodo económico semejante al que ellos conocieron hace treinta años, cuando tuvieron que aplicar una fuerte reducción presupuestaria que terminó dándoles buen resultado, y que hace que aprueben nuestra política actual.
Estando en la patria de Itzhak Perlman o de Pinchas Zukerman -por no salir del violín-, era inevitable que alguna de estas conversaciones no terminara con una apasionada charla sobre música... tema que da mucho más de sí que la polémica sobre la interpretación de las obras de Wagner, que mi buen amigo Barenboim se atrevió a suscitar hace ya algunos años.