La hora de las mujeres en Andalucía
Me considero heredera de las pioneras de la ciencia, de las mujeres que nos abrieron las puertas de la universidad y de las que conquistaron el voto y otros derechos civiles. Gracias a ellas, pero también a los hombres inteligentes, generosos y sin complejos que las acompañaron y que nos acompañan, hoy las científicas no somos casos aislados.
Dice un amigo mío filólogo que meridiana significa "luminosísima, llena de luz" y debe de ser cierto, porque hoy me encuentro rodeada de mujeres llenas de luz, empezando por la que ya no está, Concha Caballero, medalla de Andalucía, política, feminista, escritora y, sobre todo, profesora de literatura. Junto a mí se encuentran Pilar Aguilar, jienense como yo, con formación francesa, autora del documental "El tren de la libertad", que consiguió parar el retrógrado tren de la ley Gallardón; Fermina Puertas, con una vida, larga ya, dedicada a la inserción de familias con desventajas sociales; Mari Luz Díaz e Inmaculada Idañez que ponen rostro y sensibilidad femeninos a los problemas de la mujer en el campo andaluz; Gema Otero, inventora de la heroína SuperLola, cuyas aventuras deberían mostrarse en todos los colegios andaluces y españoles; Amparo Díaz, una SuperLola de carne y hueso, que lucha en los juzgados contra el maltrato y el cibercrimen que atrapa a tantas adolescentes; Mª Jesús Cala, con la que impartí mi primer curso sobre mujeres científicas en 2007, hoy al frente de la Unidad de Igualdad de la Universidad de Sevilla; Mª Ángeles Soler, impulsora de asociaciones de mujeres en zonas conflictivas, porque cuando la sociedad se fractura las mujeres son las primeras víctimas; Raquel Ruiz Oliva, que lucha contra el maltrato adolescente con una herramienta tan poderosa como el teatro y Anne Hidalgo, primera alcaldesa de la historia de París, que además tiene raíces gaditanas.
Y llegamos a las mujeres científicas, en cuyo nombre yo recojo este premio, las grandes desconocidas incluso entre las propias mujeres. Será porque la palabra científica o ciencia asusta, retrae. Y sin embargo, no hay nada que condicione tanto nuestra vida como la ciencia, que es, además, una parte fundamental de nuestra cultura. Porque la ciencia tiene una doble vertiente: por un lado es la encargada de hacer nuestra vida diaria más llevadera -a quien se queja de los avances científicos le digo que no pensarían así si hubieran tenido que sufrir un dolor de muelas en el siglo XVIII, sin analgésicos-. Por otro lado, hay una gran belleza en la íntima comprensión de las leyes de la naturaleza. Como dijo Marie Curie durante su viaje a España un par de años antes de su muerte:
Entender y admirar la belleza de los fenómenos naturales es la esencia de la ciencia. Sin dioses; dejemos a los dioses en sus templos.
La búsqueda de esa belleza que mantuvo a Marie Curie en pie más allá del límite de sus fuerzas, fue la que inspiró a otras mujeres antes y después de ella. Aunque desde luego no nos lo han puesto fácil: tras el asesinato de Hipatia y la destrucción de la biblioteca de Alejandría en el siglo IV, en la Edad Media nos echaron de las bibliotecas de los monasterios, los centros del saber de la época, después nos prohibieron la entrada a las universidades y por último usaron la falta de contribuciones de las mujeres a la ciencia como argumento supremo de nuestra inferioridad intelectual. Pero ¿cómo iban a hacer ciencia, si estas mujeres estaban aisladas y fuera de todos los centros de conocimiento?
Aun así, algunas descollaron; entonces las tacharon de viragos, de aberración de la naturaleza, algo así como las mujeres barbudas. Y algunos que tuvieron la osadía de llamarse científicos, llegaron a afirmar que una mujer matemática o física corría el riesgo de que se le atrofiaran los órganos reproductores. El insigne doctor Marañón no llegó a tanto, pero afirmó en todas las que han dejado un nombre ilustre en la historia, se pueden descubrir los rastros del sexo masculino, adormecido en las mujeres normales, y que en ellas se alza con anormal pujanza.
En España, además de tener que superar estos prejuicios, las mujeres científicas, y la ciencia en general, tuvieron que superar la especie de maldición que resumía el filósofo Miguel de Unamuno con su "¡Que inventen ellos!".
Pero la peor de las maldiciones llegó durante la Dictadura, cuando se intentó cristianizar la ciencia.
Yo entré en la universidad justo el año que murió Franco. Antes había tenido la inmensa suerte de estudiar en uno de los primeros institutos de Enseñanza Secundaria públicos, mixtos y laicos. Tras finalizar mi licenciatura pude disfrutar de los primeros programas de becas, de las primeras convocatorias de proyectos de investigación, de infraestructuras científicas, del acceso a grandes instalaciones, de los viajes al extranjero... Mi carrera fue creciendo con el sistema español y andaluz de ciencia, uno de los mayores logros de la democracia, en mi opinión. A lo largo de ella he tenido ocasión de trabajar en laboratorios de Suiza, Argentina, Holanda, Francia, Japón, Estados Unidos y Reino Unido, y he podido llegar a considerarme una afortunada ciudadana del mundo sin fronteras de la ciencia, que usa el inglés como lengua franca.
En España, las mujeres estamos teniendo un papel protagonista en el desarrollo del sistema de ciencia, como no podía ser de otra forma, pero queda mucho para llegar a la plena igualdad, porque sigue existiendo el techo de cristal que nos dificulta el acceso a los escalones superiores. A pesar de ello, las científicas estamos dispuestas a luchar para que lo que se ha construido con tanto entusiasmo en los últimos decenios, no sucumba a una crisis económica y a una percepción errónea de que la ciencia es un gasto menos urgente que otros, como la educación o la sanidad. Porque no lo es, la ciencia es imprescindible en toda sociedad desarrollada, una actividad productiva de forma directa o indirecta, por lo que los fondos dedicados a ella son una inversión, no un gasto.
Actualmente en España y en Andalucía existe un entramado de ciencia a nivel europeo. Pero se están quitando unos fondos vitales para su mantenimiento que nos privan de algo esencial: la savia joven. Las científicas y científicos jóvenes que se han formado aquí triunfan hoy en todos los países del mundo que tienen sensibilidad para no descuidar su investigación, desde Dubai hasta Estados Unidos, pasando por Australia, Japón y todos los países europeos.
¿Podemos permitirnos semejante sangría?
Por otro lado, como científica y como profesora universitaria, no puedo dejar de referirme a la Universidad, la encargada de la formación de lo mejor de cada familia y una de las instituciones mejor valoradas por la sociedad. En la universidad las mujeres hemos recorrido un largo camino desde que Concepción Arenal entrara en las aulas de la Universidad Central de Madrid disfrazada de hombre con sombrero de copa, levita y capa, allá por el año 1842. Hoy son mayoría las mujeres que se matriculan en la universidad, son aún más numerosas las que se licencian y además tienen mejores notas. Pero las que terminan el doctorado son ya algo menos del 50% y ese porcentaje sigue cayendo y cayendo hasta llegar al 13% de catedráticas de universidad.
Para mí, trabajar con gente joven que tiene la ilusión de los comienzos de su carrera profesional, es un gran privilegio y por supuesto una gran responsabilidad, porque estos jóvenes y sus familias ponen su futuro en nuestras manos. Pero hay que recordar que la universidad no puede limitarse a ser centro de transmisión del conocimiento, sino que ha de ser centro de creación del mismo. Por ello una de sus señas de identidad es la investigación.
Y la universidad es hoy objeto de insidiosos ataques. Unos vienen de fuera, porque la formación de las nuevas generaciones es un suculento pastel que no escapa a la voracidad del mercado, por lo que algunos buscan el descrédito y la reducción de la financiación de la universidad pública, a la que yo pertenezco por vocación. No obstante, las críticas más duras no le harían tanta mella si la Universidad fuera modélica. Pero no es el caso. Una institución tan amplia y heterogénea, que atiende necesidades tan distintas, tiene que estar sometida a permanente revisión. Por sus
miembros y por entes ajenos que estén dispuestos a hacer una crítica constructiva, no a hundirla.
Pero lo que de ninguna manera podemos hacer es escudarnos en la autonomía universitaria para dejar de rendir cuentas a la sociedad a cuyo servicio estamos.
En estas circunstancias adversas, entre muchos de mis compañeros profesores e investigadores cunde el desánimo. Pero éste es un lujo que las mujeres no nos podemos permitir. Durante más de cuatro milenios hemos tenido que vivir en el mundo forjado por y para los hombres y ahora que hemos tomado el control de nuestras vidas, no sólo reclamamos nuestro papel en la ciencia y en la universidad, sino que ambas instituciones obtengan la atención y los fondos que necesitan y merecen.
No puedo terminar estar palabras sin recordar que me considero heredera de las pioneras de la ciencia, de las mujeres que nos abrieron las puertas de la universidad y de las que conquistaron el voto y otros derechos civiles. Gracias a ellas, pero también a los hombres inteligentes, generosos y sin complejos que las acompañaron y que nos acompañan, hoy las científicas no somos casos aislados. Tampoco las cineastas, las empresarias, las abogadas, las artistas, las escritoras, las profesoras, como bien se encarga de poner de manifiesto este Premio. Creo que somos muy
afortunadas por haber nacido en el mejor lugar y en el mejor momento histórico, y también creo que tenemos una responsabilidad con las mujeres que no han nacido en la cara afortunada del mundo. Tampoco podemos olvidarnos de las nuevas generaciones de mujeres, a las que tenemos que enseñar que ninguna conquista es definitiva.
Quiero agradecer este premio al Instituto Andaluz de la Mujer en mi nombre y en el de todas las mujeres luminosas que hoy me acompañan. También me gustaría expresar un deseo: que un día no muy lejano ambos, Instituto y Premio, resulten innecesarios porque la igualdad real entre hombres y mujeres sea un hecho.